lunes, 11 de mayo de 2020

Y QUIÉN CUIDARÁ DE TODO, de Carlos Domínguez

Hoy tengo el placer de recibir la firma invitada de un amigo y estupendo escritor, Carlos Domínguez, que me ha pedido un sitito en el blog, y yo encantado. Carlos ha publicado recientemente en la antología de Triskel: Atrasis 3. Cuentos de nueva fantasía.




Y QUIÉN CUIDARÁ DE TODO, de Carlos Domínguez



Mi abuela me miró en silencio. Con la mascarilla, los guantes, el abrigo y el sombrero sólo se veían sus ojos azules rodeados de un haz de arrugas. No te acerques, me dijo al fin, marcando la distancia con el brazo. Me recordó a uno de esos soldados de guerra bacteriológica que salen en la televisión y no pude evitar sonreír. Pensé que gracias a mi mascarilla no lo vería pero me envió una mirada de reproche: mi abuela lo ve todo.

Vamos, dijo, y comenzó a caminar, pisando insegura la acera. Le pregunté si quería que la sujetase, pero me contestó que no, que sólo me pusiera a su lado por si tenía un traspiés. Cuando dio unos pasos se paró y me dijo que bueno, que podía sujetarla, pero sin tocarnos. ¿Cómo puedo sujetarte sin tocarte, abuela? Y me dijo que así, sin tocarnos con las manos, y me pasó su brazo bajo el mío.

Caminamos lentamente mientras se balanceaba de un lado a otro con su cadera mal operada. ¿Adónde quieres ir? Allí, hizo un gesto vago con la mano y añadió que adonde la mercería. Allí no hay nada, abuela, la cerraron hace años y así sigue. ¿Vas a acompañarme o no? Claro, abuela. Seguimos en silencio. De repente se volvió hacia mí y me dijo que mi madre –tú madre, dijo recalcando el posesivo, como si yo fuera responsable de algo-. Tu madre, repitió, me ha llamado todos los días y tú, ninguno. Abuela, sabes que no soy de llamar, pero te mandé mensajes de whatsapp. Como si yo leyera esas cosas, contestó.

Llegamos a la tienda abandonada, sucia y con la persiana llena de grafiti. Mira, está vacío, dijo agachándose y señalando el suelo. El qué, abuela. El platito, que pareces tonto. Me mostró un cuenco sucio, luego dijo: ¿Es que nadie se ha tomado la molestia de llenarlo estos días? ¿Y para qué iba a llenarlo, abuela? Para los gatos, para qué si no. Y mira estas las latas viejas, nadie le ha traído comida a los pobres.

Abrió el bolso y sacó una botella de leche. La abrió y echó un poco en el cuenco. Para mis niños, dijo, y se puso a bisbisearlos sin que apareciera ninguno. Mira, abuela, allí hay uno, se lo señalé bajo un coche. Mi abuela se agachó dejando caer todo su peso en mi brazo y miró hacia donde le indicaba. No, ese no es de los míos, contestó. Pero le puedes dar leche. Te digo que no es de los míos. Se irguió y me dijo: seguimos.

Adónde vamos ahora, pregunté. Hacia allí. Seguimos caminando y se acercó a un árbol. Mira cómo está de flores. Muy bonitas, dije. El año pasado no tenía ni la mitad, pero mira ahora. Seguimos, dijo, y fuimos a otro árbol. Mira, le han roto una rama, los brutos. Lo siento abuela, pero seguro que se pone bien. Me miró con cada reproche y siguió caminando hacia otro árbol, donde comprobó las flores, y luego fue a otro, y luego a otro. Pensé en un perrito que cuando lo sueltas en el jardín da una vuelta inquieto para comprobar que todo está en su sitio, pero no me reí. Finalmente se paró de nuevo, abrió el bolso y, sacando un trozo de pan, empezó a desmigajarlo en la acera. Algunas palomas se acercaron. Quién las habrá alimentado en mi ausencia, dijo. El ayuntamiento, abuela, contesté. El ayuntamiento no está para esas cosas, somos nosotros los que debemos cuidarlas. Y mira, continuó hablando, me quedo en casa dos meses y a nadie se le ocurre seguir con el trabajo. ¿Quién se ha encargado estos días de que los gatos y las palomas tuviesen comida, quién ha regado las plantas o podado las ramas rotas? Abuela, que no son de nadie. Sí son, son de todos. La miré y noté que tenía los ojos empañados. Abuela, no pasa nada, dije, se recuperarán. Me miró y se puso a caminar en silencio, la vista fija en el suelo. Cuando llevábamos unos metros me dijo, sí que pasa, pasa que alguien tiene que cuidar de estas cosas. Si no cuidamos a los más débiles acabarán desapareciendo. Y yo, continúo -y la voz le falló con un sollozo-, no he podido hacerlo estos meses. Y no me llamabais y creí que nunca más iba a salir de casa y moriría sola.

Tenía los ojos brillantes. La intenté abrazar pero se separó y me dijo que no la tocara, que podía estar contaminado. Luego me miró y me abrazó.



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