jueves, 28 de enero de 2021

Clases prácticas

 " Lo maté porque era de Vinaroz."

Max Aub, Crímenes ejemplares



Siempre me estoy encontrando alumnos. Por todas partes. Antiguos y actuales. Esto, que no deja de ser una simple curiosidad, una costumbre mía, como los médicos que se topan con sus pacientes en la sección de congelados del supermercado y han de resolverles las dudas sobre su dosis de Sintrom, o los actores que se ponen gafas de sol para pasear al perro, no tendría más importancia si no fuera porque ahora acaba de ocurrir justo cuando iba a deshacerme del último cadáver.


Pero recapitulemos. He dicho alumnos antiguos y actuales. Y no es lo mismo. Los alumnos actuales oscilan entre el instinto de esconderse o el de saludar como el perro de caza que marca su hallazgo. Porque para los alumnos no existimos fuera de la clase, y les resulta inconcebible que tengamos vida fuera de ella. Se creen que dormimos el sueño de los justos fuera del horario de clase, como sus libros, y que hacemos logaritmos o análisis sintácticos hasta que nos vence el sueño, para hibernar entonces hasta la próxima clase, perfectamente dobladitos en nuestras cajas. Así que nos miran como si hubieran visto al monstruo del Lago Ness cuando nos ven bajando la basura, o haciendo cola en el médico...o trasladando a una víctima.



Los antiguos alumnos, en cambio, se saben ya fuera de nuestro alcance, y nos miran como una reliquia del pasado, de su pasado. Puede ser el alivio en su culpabilidad de habernos deseado tantas veces la muerte. El caso es que se paran, y hablan con nosotros, para poner todo su empeño en demostrarnos que crecieron, que las profecías que ellos imaginan que hicimos sobre su fracaso se incumplieron estrepitosamente. Claro que cuando llevas un cuerpo enrollado en una alfombra todos los manuales del buen criminal te desaconsejan pararte con un antiguo alumno empeñado en desplegar ante ti su currículum.


Yo he de confesar que nunca sentí demasiada vocación. Estudié lengua buscando un poco de orden en un mundo empeñado en no poner nunca en su sitio los puntos ni las comas. Confieso que en los comienzos me deslumbró la posibilidad de atajar la plaga de errores allí donde nacían, en las hojitas de cuadros de los cuadernos. Pero era como vaciar el mar. Por eso admiro a mis compañeros militantes, que consagran su vida a intervenir en la masa de sus alumnos cuando todavía está fresca. Y mucho más a aquellos otros que juegan con su presa, ilusionándolos con su aura de profe enrollado, como si fueran el mismísimo profesor Keating de Los poetas muertos, para luego dejarlos caer desde lo alto en los abismos de la desilusión, con suicidio o sin él. 


Así que pronto decidí buscar mi realización personal fuera del oficio. Al igual que mis compañeros cultivan la natación, el mindfulness, la cría de sus propios hijos o el cuidado de sus padres achacosos, a mí me dio por el crimen. He de decir que fue por casualidad, no me arrogaré méritos que no me corresponden. Fue primero un atropello involuntario del cliente que salía sin mirar de un club de carretera, más tarde la forma de resolver el problema de un vecino demasiado aficionado a Camela y al subwoofer. Luego alguien me regaló los Crímenes ejemplares de Max Aub y aquello se convirtió en afición. Aquel publicista empeñado en ponerle una molesta tilde a la palabra ti, el señor que daba charlas de motivación y hacía siempre un gesto con los deditos como si le pusiera comillas al aire...


Pero, decía, el problema es esta costumbre mía de encontrarme alumnos. Ahora, a las tres de la mañana, me acabo de encontrar con uno. Yo bajaba al garaje de mi edificio, como ya os he dicho, con mi víctima perfectamente enrollada en una alfombra, porque soy un clásico. Y, de pronto, sale de la nada un antiguo alumno que, al parecer, es vecino y periodista, y que vuelve a estas horas del cierre de su redacción. Y con ganas de hablar, y de contarme y demostrarme sus éxitos, sus másteres, sus corresponsalías, todo ello salpicado de anglicismos de significado misterioso. Lo que ocurre es que yo soy incorregible, y por más que hago propósitos de enmienda mi afán pedagógico me traiciona. Porque cuando al fin deja de exhibir su currículum, se le ocurre decirme que a esas horas y con una alfombra enrollada, parecería que vengo de acometer un crimen. De masacrar a alguien. ¿Se imagina? dice. Y sin pedir permiso se apresura a ayudarme para cargar el muerto en el coche. 


Así que he acabado haciendo horas extras, para aclararle que para masacrar, sin duda, no bastaba con ese muerto, debería ser capaz de acabar con una masa de individuos. ¿Se ofrece Vd. voluntario para engrosar el número? Él me contesta con una carcajada nerviosa, dudando todavía sobre si yo estoy bromeando o no. Y respecto a acometer, los crímenes se cometen, las tareas se acometen. Salvo que hablemos de una acometida. Ahora, por ejemplo, sí que le estoy acometiendo... Y dicho y hecho: le embisto con la llave inglesa que guardo para las grandes ocasiones. Ahora tengo que enterrar dos cadáveres, sí. Pero siempre he creído que no hay mejor enseñanza que la práctica.


miércoles, 27 de enero de 2021

La niña que yo quiero

¡Y la niña que yo quiero,

ay, preferirá casarse

con un mocito barbero!

Antonio Machado




No había amanecido y ya estaba Damián aporreando la puerta del corralón. Venía con un carro tirado por el mulo más viejo y con más mataduras que pudo encontrar. Sobre él ha improvisado un palio con mantas apestosas. Guárdalo en tu casa, me dice, que cae más cerca de la iglesia. Porque a la salida llevaremos en él a los novios, de grado o de fuerza. Ahora me arrastra camino de la pensión, para montarle la escandalera al novio cuando salga para la iglesia.


Yo pienso en don Antonio, en su calma de viejo prematuro, y me pregunto cómo llevará la cencerrada. Aquí todavía se recuerda la que le hicimos a la viuda de Arcenegui, cuando cuando volvió a casarse, apenas tres años después de lo de su marido.


Ayer don Antonio tenía un brillo en los ojos que nunca le habíamos visto. Me caso mañana, dijo. Y siguió con su lección de francés. Algo menos melancólico y desganado que de costumbre. Dicen que es poeta. Pero no me lo imagino yo escribiendo de amores con ese aire de empleado de correos y telégrafos. Le he oído decir al boticario de la plaza que está preparando un librito sobre nuestro campo de Soria. Nosotros lo vemos salir al campo con su bastón para conocer las tierras y los campesinos, como si fuéramos salvajes y él un explorador inglés. 


Al terminar la primaria, Damián se metió de aprendiz de barbero, y ahora exhibe su oficio como si fuera catedrático. Mis tías, en cambio, se empeñaron en que yo fuera al instituto. Dice don Antonio en sus clases que tenemos que dejar que la luz del pensamiento entre en nuestras mentes, que limpie el polvo y nos sacuda la superstición y la barbarie. Que hay más mundo aparte de las bestias, de rezar para que llueva o maldecir cuando graniza. Que debemos sobreponernos a esta tierra agostada y fría, volver a soñar. Y que para eso tenemos que dejar de ser masa, convertirnos en individuos pensantes, desconfiando incluso de nosotros mismos. Hasta que lo interrumpe otra de las hazañas de Gálvez, que ha unido dos moscas con un hilito, y todos nos reímos al ver cómo se chocan y se separan, y luego intentan ponerse de acuerdo para volar juntas. Don Antonio mira aquel prodigio con cara de no entender nada, y luego ni siquiera es capaz de castigarlo. Nos habla, en cambio, de la crueldad con los débiles, como si esas moscas fueran algo más que dos bichos.


Por el camino, Damián sigue a vueltas con su Leonorcita. Que es apenas una niña, hombre, por Dios, pero es su niña. Porque una cosa, dice, son los cinco años que él le lleva y otra muy distinta los veinte que median entre ella y ese don Antonio, que se dice poeta y es casi un viejo. 


Yo recuerdo cuando jugábamos todos en el río, rapaces en pantalones cortos todavía. Ella nos acompañaba. Damián era el capitán, con su espada de madera. Una vez, entrando en batalla, ella tropezó con una raíz y cayó al suelo. Damián corrió a rescatarla, dejándome a mí al mando de sus huestes. Puntitos de sangre roja habían estallado en la blancura intacta de su rodilla. Las cigarras atronaban la ribera. Él la consoló, le anudó su pañuelo blanco, y dijo que la cuidaría siempre, que se haría esposos. Ella se rio mucho, con esa risa suya que sonaba como el río, y le contestó que tendría que esperar a que ella creciera. Damián insiste en que eso fue darle su palabra, y que las palabras se dan para cumplirlas. 



Luego, nuestros cuerpos empezaron a crecer, sin avisar y por partes, según le fue pareciendo a cada pedazo. Los brazos enormes y descompensados. La voz extraña. Ya no éramos niños, y no bajábamos al río con nuestras tropas, ni defendíamos Numancia como héroes. Nos sentábamos en la plaza, aprendíamos a fumar y charlábamos. Damián hablaba siempre de sus proyectos de boda: escamoteaba en su casa las propinas de la barbería y las guardaba en una alcancía en un hueco de la pared, ahorrando para el día en que Leonorcita creciera y se casaran.


Al fin, el mes pasado, Leonor cumplió los quince. Ya era una mocita en edad de merecer, así que Damián fue a visitarla metido en un traje que fue de mi padre, que en gloria esté, y que ni él ni yo llenamos todavía. Hasta le llevó las flores que había recogido de la orilla del río, del mismo sitio donde le curó sus heridas de guerra y grabó luego sus nombres en un chopo.  Pero al llegar a su casa, la familia estaba de celebración con don Antonio, tomando chocolate. Le invitaron. Damián resopla de ira y de vergüenza al recordarlo. Ellos mencionaron la fecha de hoy, la fecha de la boda entre don Antonio Machado y Leonorcita, ahora doña Leonor Izquierdo. Y a Damián se le vino encima todo el ridículo de su traje prestado y las florecillas. Esbozó una sonrisa, dio algo parecido a unos parabienes, y salió corriendo. Todavía alcanzó a oír su despedida cantarina, y cómo contaba entre risas que de niños los dos jugaban a ser novios. Jugaban, dijo.


Cuando llegamos a la pensión, una nube de chavales armados con sus cencerros se arremolina en la puerta. Me viene a la cabeza lo del individuo y la masa. ¿Será aquella la masa no pensante? Estallan los gritos y el laterío cuando don Antonio sale, mirándolo todo desde el otro lado de sus gafas. Sonríe un poco, como burlándose él también de sí mismo, y me parece que nos dedica una mirada indulgente y tristona. Luego respira hondo y avanza lentamente calle abajo hacia la iglesia, mientras se sacude la ceniza del último cigarrillo de las solapas de su traje nuevo.


El mejor de los mundos posibles

 (Relato finalista en el X Concurso de Relatos Marbella Activa) El sujeto que nos ocupa, llamémosle X, tiene ante sí el mar, después de un c...