Estar en Quimera siempre es un lujo para un escritor. Si además uno lo está de la sabia mano de Manu Espada ¿qué más se puede pedir? Copio aquí su reseña:
NOSTALGIAS DE BOOMERS
Por Manu Espada
Tener entre las manos el libro de relatos La arrogancia de los ventiladores, de Tomás del Rey, es abrir una ventana que mira directamente a la infancia, en concreto a los niños que crecimos como tales en los años 80, como si nos subiéramos al Delorean y gracias al condensador de fluzo mirásemos a los ojos a aquellos que fuimos. Un juego de nostalgia ochentero muy bien armado en el que no faltan los acosadores que se quedaban con el bocadillo de sus víctimas, unos patios de colegio en el que los que no sabían o no querían jugar al fútbol se veían sumidos en la marginalidad de la esquina o el puesto de portero, unos años en los que Arconada fue el Dios de toda una generación, una nostalgia del profesor que te inicia en la lectura de aquellos libros que nos hicieron soñar. Dicen que los años 80 en realidad fueron creados por otro Dios llamado Steven Spielberg, el verdadero arquitecto de la memoria colectiva de aquella década prodigiosa marcada por Tiburón, Los Goonies, ET o Indiana Jones. Dice Spielberg que disfrutamos de los años 80 porque vivíamos sin estrés, con la cadencia que da hacer fotos con cámara de carrete y rodar en súper ocho. En La arrogancia de los ventiladores, la vida transcurre en esa cadencia de lo cotidiano, en unas vidas en las que el estrés lo ponían los dos rombos que salían en las películas que no nos dejaban ver nuestros padres porque salían un par de tetas o un poco de sangre cuando el estrangulador de Boston cometía sus crímenes. Una época en la que el niño más popular del colegio era el que tenía la tele más grande para ver películas de vampiros chinos que practicaban el kárate.
Sin embargo, no se esperen un libro de nostalgia pringosa bañada en almíbar. Todo lo contrario. Tomás del Rey realiza un ejercicio de Memoria Histórica en el que hace justicia con unos recuerdos que no son tan icónicos como las películas de Spielberg, porque en la vida real no suena de fondo una banda sonora de John Williams mientras vuelan las bicicletas con la luna de fondo. No. En la vida real de los 80 los sonidos eran los peligrosos ventiladores que poníamos en verano o el eco de unas pisadas de un padre que bajaba al trastero con su hijo a coger algún trasto. Los magníficos relatos de Del Rey son una reinterpretación de esa idealización del pasado, porque no todo pasado siempre fue mejor, con series de medio pelo que nos marcaron como Orzowei, y mucho menos aquel pasado del “Yo fui a la EGB” que se ha reinventado a sí mismo en las redes sociales. El autor enlaza su niñez Geyperman con la infancia en estado puro, esa infancia que supone el verano. Porque casi todos los recuerdos de un niño provienen de esa patria de la infancia que es el verano. Unos relatos en los que se deja ver lo autobiográfico, pero basado en lo universal, sin caer en la autoficción del ombligo. Sentimientos tan universales como el doloroso gozo de regresar a la casa en la que viviste de pequeño con tu familia y que ahora está en venta.
Decía Pablo Picasso que “cada niño es un artista, el problema es cómo seguir siendo artista cuando uno crece”, como Orzowei cuando se hacía mayor y perdía toda la pintura que le echaron en el cuerpo al alcanzar la edad adulta. Tomás del Rey era un niño “leyón” que leía todo lo que caía en sus manos, y unos cuantos años después sigue siendo un artista. Aquel niño “leyón” y alumno ha dejado paso a un adulto profesor y “escritón”. De aquella vida, esta ficción. De aquellos 80, este hoy. De aquellas lecturas… estos relatos.
Qué reseña más bonita Tomás. Manu es un mago de las letras como tú. Felicidades a ambos.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Ay, Nani, esos besicos...Un abrazo y gracias por tu lectura siempre generosa.
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