martes, 12 de mayo de 2020

Salir

Mercedes vuelve a comprobar que el móvil está en el bolso. Se entretiene un momento con el vídeo tonto que le han mandado sus nietos, y les devuelve iconitos de besos y achuchones, más alguno indescifrable que se cuela siempre. Visita luego la cocina: la bandeja con la cena está en su sitio. Oye a su madre desde el salón:

—¿Qué haces, Mercedes?
—Te lo dejo todo preparado, mamá.     
—¿Pero te vas?
—Mamá, hoy es miércoles ¿no te acuerdas?
—No, hija, ya sabes que no me acuerdo de nada ¿por qué me torturas?

Mercedes vuelve al salón. Se sienta junto a su madre. Le explica otra vez que va a venir Evelyn, que todo se queda como a ella le gusta.

—Pero ¿adónde vas, hija? 
—He quedado con un guayabo de treinta años. Si me rapta no pagues el rescate, por favor. Si no, estaré aquí a las nueve y media. 

La madre de Mercedes protesta un rato por lo bajo, como hace todos los lunes y miércoles. Si por su madre fuera, las dos se quedarían allí, cada una en su sillón. Como dos viejecitas antiguas, enchufadas a la tele y al recuento de achaques, a la transformación obsesiva de los viejos recuerdos. Salpicadas en su rutina por las visitas imprevisibles de los nietos, bisnietos para su madre, que han aprendido a llamarla a grito pelado (“¡Bisaaaaaa!”), que hacen sus monerías amplificadas para que ella sonría y se emocione, y les coja la mano y les pregunte cómo se llaman.

Evelyn se retrasa. Mercedes vuelve a comprobar la bandeja de la cena, vuelve a llevarle agua a su madre, vuelve a ahuecarle los cojines. 

Evelyn es nueva, lo que quiere decir que solo lleva viniendo tres semanas. La manda la empresa en sustitución de Laura, y a la madre de Mercedes no le hace gracia el cambio. Ya aceptó lo de la dependencia, aunque ella —decía— no le veía necesidad, teniendo a Mercedes. Y Mercedes que yo ya estoy mayor mamá, y no puedo contigo si te caes. Hazlo por mí, tú nunca has sido egoísta. Que así puedo salir y despejarme.

—Qué callejera estás, hija.

Todo el mundo le dice a Mercedes lo admirable que es cómo cuida a su madre. Y la suerte que tiene ella de disfrutarla así, tan bien para su edad. 


En la tele un coro de personas le grita a una famosilla, que sonríe altanera y despectiva. Dentro del salón es como si gritaran todavía más, porque la tele está puesta al volumen que su madre puede oír. Su madre y medio vecindario. 

—No cambies, Mercedes, que me entretiene.
—No iba a cambiar, mamá, es que está muy alto.
—Es que si no no me entero. ¿Adónde vas ahora?
—Voy a abrir. Ha sonado el telefonillo.
—¿Esperas a alguien?

Mercedes va a repetir la broma del guayabo, pero desiste.

—Será Evelyn, mamá.
—¿Pero vas a salir? ¿Serás capaz de dejarme con la nueva?       

Evelyn recibe las instrucciones de la cena diciendo a todo que sí. Mercedes tiene la sospecha de que luego hará las cosas como a ella le parezca, con su sonrisa y su sí abuelita. Y se siente culpable de alegrarse solo un poco de que alguien sea capaz de mover mínimamente las piezas de la sólida rutina de su madre.

Mercedes de pronto no se acuerda de si al final metió el móvil en el bolso, y si tiene batería, y si está con sonido. No vaya a ser que haya una urgencia y Evelyn la llame cuando esté fuera y no se entere.

—¿Y tú cómo te llamas?
—Soy Evelyn, abuelita.
—Uy, Evelyn. ¿Eso es nombre de persona?

Mercedes y Evelyn se sonríen. La sonrisa de Mercedes es de no se lo tengas en cuenta. La de Evelyn de no se preocupe, señora, me hago cargo.

—Mercedes, ten cuidado, que mira cómo están las cosas.

Su madre siempre habla de cómo están las cosas señalando a la tele. Es su ventana a la realidad. La prueba de que la calle está llena de peligros, de violencia y de maldad, la prueba de que Mercedes es una inconsciente con su empeño en salir, arriesgándose un poco más en cada incursión a la jungla.

Mercedes mira el reloj. Se siente como Cenicienta, con el tiempo medido como ella, con una libertad condicional y cronometrada. 

—Adiós, mamá, te quiero. A las nueve y media estaré de vuelta, Evelyn.

—Sin prisas, señora. 

Ya en el descansillo, todavía se queda escuchando un poco:

—¡Mercedeeeees! ¡Mercedeeeees! Hija, luego soy yo la sorda.
—Acaba de salir, abuelita.
—¿Y tú quién eres?

No puede evitar enternecerse. Con lo que su madre ha sido. El resto de la conversación se la sabe de memoria, así que pulsa por fin el botón del ascensor.


Foto: Antonio Bustamante en Flickr
Abajo, cuando abre la puerta de la calle, respira la libertad como un pecado, como un premio que quizás no se merezca del todo, precisamente por desearlo.

Echa a andar. Va pensando en si lo ha dejado todo preparado arriba: la bandeja con la cena, la cama de su madre. Comprueba una vez más la batería y el sonido del móvil. 

Ya ha llegado al kiosco. Se acuerda ahora de que su amiga está fuera estos días;  con sus hijos no puede contar, que estas son las horas malas de la casa, los niños, los baños y la cena. 

Por lo menos no llueve. Entra en el parquecillo. Allí se sienta en el banco que mira a su ventana, el mismo que ve cada día cuando se asoma. Si su madre pudiera asomarse la vería allí sentada como una tonta, ni siquiera con un libro, ni siquiera dando de comer a las palomas. 

Saca el móvil. 95% de batería. Abre el juego ese de los caramelitos que le instaló su nieto mayor.



2 comentarios:

  1. Un buen relato que deja un poso de tristeza hacia el final.

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  2. Gracias. Tristeza, sí, y desolación. El cuidador, la cuidadora tantas veces descuidada por todos.

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