domingo, 27 de octubre de 2019
El tesoro
Por paradójico que parezca, la reunión al más alto nivel para acabar de una vez con la matraca del cambio horario llevaba ya una hora de retraso, y no tenía visos de empezar. Mientras todos esperaban mirando a cada momento sus relojes, el presidente, sin ninguna prisa, le mostraba al adalid de la supresión un almacén secreto, cerrado tras cinco puertas acorazadas. Allí, ordenadas y clasificadas con rigor maniático, se alineaban todas las horas perdidas o ganadas en cada cambio, acumuladas ávidamente por el Estado. De allí se sacaban cuando se iban necesitando. Cuando hacía falta tiempo para una negociación, para una solución que era cuestión de tiempo, para dejar que el tiempo lo curara todo, para que ejerciera su función de bálsamo y olvido. Se intercambiaba por oro, por petróleo, por adhesiones. Se usaba para que las encuestas cambiaran de signo. Para darle al líder su aspecto siempre joven en los carteles: “¡Es el tiempo, no el dinero, estúpido!”
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