lunes, 23 de junio de 2025

Gentrificación

 (Microrrelato finalista en el concurso Manuel J. Peláez de 2025)


El cortado sobre el río era nuestro orgullo. Por sus vistas y su microclima: a finales de enero, cuando el nivel de melancolía alcanza su cota máxima, se desataban las precipitaciones. Era extrañamente hermoso ver llover a los suicidas, unos gritando y otros en silencio, con carta o no para el juez, mojados en lágrimas o secos como espartos. Nos sentábamos enfrente para admirar la breve libertad de cada vuelo, que se deshacía al aterrizar en un ruido de sandías estrellándose. Más tarde, con la primavera, al abismo solo se asomaban los enamorados con sus promesas de eternidad, que en verano darían fruto en forma de crímenes pasionales y suicidios en pareja.



Pero ahora todo lo inundan deportistas de riesgo y despedidas de soltero, ajenos al ritmo de las estaciones. Llueven, sin orden ni poesía, escaladores primerizos, paracaidistas que no encontraron la anilla, o borrachos ejecutando apuestas absurdas. Nosotros bajamos al lecho seco del río y nos hacemos con la calderilla de sus bolsillos. Y al volver al pueblo, con las últimas luces, nos asalta una punzada de vergüenza por nuestro nuevo modo de vida.


                                                                     (Foto: Diario de Sevilla)



viernes, 3 de enero de 2025

La hora cero

 Nadie, salvo el universo, le hubiera dado la menor trascendencia a la respuesta de ella: 


—Queda cerca, pero es complicado; mejor te acompaño, que ahora estoy libre.


Claro que el universo lo llevaba planeando desde siempre.


Semanas antes, mi novia me había sentado en un café para comunicarme que dejaba de serlo.


Millones de años atrás, un dinosaurio murió para alimentar el motor del autobús que me trajo, con el corazón en carne viva, a esta ciudad.


Horas antes, cierto satélite recibió una pedrada cósmica que desorientó al navegador de mi móvil. Mientras, otro muchacho deshizo su cita con ella mediante un whatsapp. Por culpa del mismo satélite, nunca le llegó, dejándola plantada en Guillermo de Ockham esquina con Albert Einstein.


La turistificación se ocupó de que yo no hubiera encontrado a nadie capaz de entender siquiera mi pregunta.


Meses atrás, la construcción de un carril bici estrechó la acera de Albert Einstein, haciendo inevitable toparme con ella, que ya se iba.


El cosmos, finalmente, se ocupó de que mi pregunta coincidiera con el último rayo de sol entrando en su mirada verde, capaz de fundir el núcleo de la Tierra:


—Perdona, ¿eres de aquí? ¿sabes dónde queda esta pensión?


sábado, 14 de diciembre de 2024

Manu Espada reseña 'La arrogancia de los ventiladores' en la revista QUIMERA

Estar en Quimera siempre es un lujo para un escritor. Si además uno lo está de la sabia mano de Manu Espada ¿qué más se puede pedir? Copio aquí su reseña: 


NOSTALGIAS DE BOOMERS

Por Manu Espada


Tener entre las manos el libro de relatos La arrogancia de los ventiladores, de Tomás del Rey, es abrir una ventana que mira directamente a la infancia, en concreto a los niños que crecimos como tales en los años 80, como si nos subiéramos al Delorean y gracias al condensador de fluzo mirásemos a los ojos a aquellos que fuimos. Un juego de nostalgia ochentero muy bien armado en el que no faltan los acosadores que se quedaban con el bocadillo de sus víctimas, unos patios de colegio en el que los que no sabían o no querían jugar al fútbol se veían sumidos en la marginalidad de la esquina o el puesto de portero, unos años en los que Arconada fue el Dios de toda una generación, una nostalgia del profesor que te inicia en la lectura de aquellos libros que nos hicieron soñar. Dicen que los años 80 en realidad fueron creados por otro Dios llamado Steven Spielberg, el verdadero arquitecto de la memoria colectiva de aquella década prodigiosa marcada por Tiburón, Los Goonies, ETIndiana Jones. Dice Spielberg que disfrutamos de los años 80 porque vivíamos sin estrés, con la cadencia que da hacer fotos con cámara de carrete y rodar en súper ocho. En La arrogancia de los ventiladores, la vida transcurre en esa cadencia de lo cotidiano, en unas vidas en las que el estrés lo ponían los dos rombos que salían en las películas que no nos dejaban ver nuestros padres porque salían un par de tetas o un poco de sangre cuando el estrangulador de Boston cometía sus crímenes. Una época en la que el niño más popular del colegio era el que tenía la tele más grande para ver películas de vampiros chinos que practicaban el kárate.

Sin embargo, no se esperen un libro de nostalgia pringosa bañada en almíbar. Todo lo contrario. Tomás del Rey realiza un ejercicio de Memoria Histórica en el que hace justicia con unos recuerdos que no son tan icónicos como las películas de Spielberg, porque en la vida real no suena de fondo una banda sonora de John Williams mientras vuelan las bicicletas con la luna de fondo. No. En la vida real de los 80 los sonidos eran los peligrosos ventiladores que poníamos en verano o el eco de unas pisadas de un padre que bajaba al trastero con su hijo a coger algún trasto. Los magníficos relatos de Del Rey son una reinterpretación de esa idealización del pasado, porque no todo pasado siempre fue mejor, con series de medio pelo que nos marcaron como Orzowei, y mucho menos aquel pasado del “Yo fui a la EGB” que se ha reinventado a sí mismo en las redes sociales. El autor enlaza su niñez Geyperman con la infancia en estado puro, esa infancia que supone el verano. Porque casi todos los recuerdos de un niño provienen de esa patria de la infancia que es el verano. Unos relatos en los que se deja ver lo autobiográfico, pero basado en lo universal, sin caer en la autoficción del ombligo. Sentimientos tan universales como el doloroso gozo de regresar a la casa en la que viviste de pequeño con tu familia y que ahora está en venta.

Decía Pablo Picasso que “cada niño es un artista, el problema es cómo seguir siendo artista cuando uno crece”, como Orzowei cuando se hacía mayor y perdía toda la pintura que le echaron en el cuerpo al alcanzar la edad adulta. Tomás del Rey era un niño “leyón” que leía todo lo que caía en sus manos, y unos cuantos años después sigue siendo un artista. Aquel niño “leyón” y alumno ha dejado paso a un adulto profesor y “escritón”. De aquella vida, esta ficción. De aquellos 80, este hoy. De aquellas lecturas… estos relatos.

lunes, 4 de septiembre de 2023

El mejor de los mundos posibles

 (Relato finalista en el X Concurso de Relatos Marbella Activa)



El sujeto que nos ocupa, llamémosle X, tiene ante sí el mar, después de un camino con cientos de bifurcaciones dejadas atrás. Y el mar le obliga a elegir otra vez. A la elección, quizás, definitiva. X eligió hace ya tiempo huir de un mundo que no le mostraba alternativas. Tiene inquietudes, un título. Pero en su tierra ni una cosa ni otra le servían de mucho.  Él incluso estudió filosofía sumariamente en la carrera, allá en la lejana universidad de Z. Y recuerda lo que afirmaba Leibniz: vivimos en el mejor de los mundos posibles. Porque Dios, de entre las elecciones que tuvo para crear un mundo, eligió la mejor de las posibles, desechando las restantes. X, por su parte, decidió partir en busca del mejor de los mundos posibles. Pero X no es Dios, y el mar ahora le obliga a elegir de nuevo, decíamos. El mar es un universo cambiante, que contiene en sí miles de elecciones, millones de posibilidades y caminos. Aunque en este momento solo tiene dos: embarcarse o no.


Tiene el dinero apretado en la mano. Es todo lo que le queda del que robó en casa, hace ya tres años, para emprender el viaje. Otra elección dejada atraś, difícil, dolorosa. Y si lo entrega ahora, le darán a cambio un lugar en la precaria balsa, casi un juguete. Sus piernas, sus brazos y su cuerpo confundidos con otros brazos, cuerpos, piernas. La paradoja reside en que si no lo entrega, si se queda ese dinero no tendrá nada. Hemos de concluir, por tanto, que no hay tal elección. O que ya está hecha, desde hace tiempo.


Si lo entrega, pueden pasar dos cosas. Que tenga éxito en la travesía o que no lo tenga. Tengamos también en cuenta un dato relevante: las dos veces anteriores no lo tuvo. Aunque conservó la vida y esos pocos billetes que ahora empuña: al menos tuvo suerte, después de todo.


Piensa en la primera opción: tendrá éxito. Llegará esta vez al mejor de los mundos posibles. En realidad lo rescatarán justo después de hundirse la patera, aferrado al flotador infantil que le han entregado en la partida, llamándolo salvavidas. Acudirán alertados por una llamada desesperada desde la misma balsa, minutos antes del desastre. Pero ya habrá visto hundirse a tres o cuatro cuerpos que se resistían en vano. Nunca sabrá sus nombres. Luego, abrigado con una manta roja, mientras comprueba si su móvil llegó seco, escuchará gritar a una mujer cuando insistan en quitarle al bebé que sostiene entre sus brazos, y le digan en tres idiomas y en ninguno que nada puede hacerse, que es ya solo un cuerpo, que se ahogó en el mar por más que ella lo aferrara.


Contempla la segunda opción. Tiene experiencia, sabe cómo son las cosas. La segunda opción es el fracaso. También en esta opción alguien ha usado el móvil para avisar a tierra cuando la patera comenzaba a hundirse, pero ningún guardacostas, ni marroquí ni español, llega a encontrarlos. Ha tenido que zafarse a puñetazos de alguno que no sabía nadar, del pánico ciego que insistía en arrastrarlo con él al fondo. Pero ya está sin fuerzas. Y el mar sigue picado.


Oirá que han tocado la costa en Marbella mientras le abrigan con unas mantas rojas. Los llevarán a un centro de inmigrantes. El papeleo. Tendrá seis meses de plazo y una nueva opción: lograr regularizarse o sobrevivir de ilegal. El regreso está descartado. De entre los destinos posibles (nueva elección) señalará un nombre en el mapa: Navarra. Casi a ciegas, pero estará convencido de que allí tienen que hablar francés, ya tan cerca de Francia. No será así, finalmente: nadie hablará su idioma. Tampoco encontrará dónde alojarse, y solo le quedará la calle, mala suerte, mala elección.



El mar sigue bravo. Pocos cuerpos resisten a flote. A lo lejos una luz. Quizás sean los guardacostas. Ahora ya da igual qué lengua hablen, qué bandera lleven. Estamos aquí.


Alguien le dirá que en Madrid sí pueden acogerle. Darle de comer, arreglar los papeles. Un nuevo autobús. Las miradas de sospecha en los pasajeros. Habrá reunido el dinero del billete entre limosnas, préstamos de compatriotas, algún hurto quizás.

La luz no se acerca, y el mar y el frío van ganando. El móvil lo tiene bien envuelto en plástico, pero es imposible sacarlo en el agua. Y ya otros avisaron, lo dijimos antes, pero sin éxito. El frío y el agua. El miedo.


En Madrid la dirección que le darán es de una parroquia. Allí podrá dormir unas cuantas noches. Y comer. Le hablarán de un bar donde se reúnen sus compatriotas. Alguien le propondrá vender sobre una manta; basta con correr cuando llegue la policía. Llamará por fin a su padre, que ni siquiera le echa ya en cara el robo del dinero. Sonará más viejo, pero aliviado de tener noticias. Ahora que se ha salido con la suya tendrá que responder como se espera. Ahora que vive en el mundo que él quería, tendrá que mandar dinero a la familia. Al menos eso. 


No oye ya voces a su alrededor. El mar, de pronto, se ha calmado, pero él no tiene fuerzas. El frío le agarrota. Se hunde cada vez con más frecuencia. Cada vez le cuesta más volver a la superficie. Ya hasta el miedo le ha abandonado.


Conseguirá un trabajo en una obra. Pero si hay inspección tendrá que irse. O contar que está de visita. Tendrá que aprender rápido. Hay muchos que quieren el trabajo.


El agua va llenando los pulmones. Qué largo y qué tedioso es ahogarse. No hay forma de acortar el proceso. A la lucha sucede la angustia paralizada: luego, simplemente, dejarse hacer. Pensar en su padre decepcionado, tres años sin noticias, quizá esperándolo todavía, allí tan lejos, tan inalcanzable, tan fuera ya de sus opciones. Luego, observar cada detalle, como si le ocurriera a otro. Hasta ser un cuerpo hinchado, hasta regresar finalmente a la superficie, materia orgánica ya, dispuesta para la descomposición. Para ser arrastrado hasta la orilla. Llegados a este punto, no tiene importancia a qué orilla.



Los días de lluvia si no se trabaja no se cobra. Claro que su calzado resbalará más de la cuenta, tendrá que tener cuidado. Y la ferralla, que es como se llama el hierro sobre el que caerá su cuerpo, es muy afilada. Seguramente será un pulmón perforado, porque apenas podrá respirar. Se irá vaciando como un pellejo. El coche lo llevará a toda prisa. En la puerta del hospital lo desembarcarán, como en una playa. A la orilla de la puerta de urgencias. Huirán a la carrera. Esto no lo había previsto: morir sobre una camilla, con todos los cuidados, con todos los aparatos del mundo que escogió puestos a su servicio. Si ahora estuviera en su mano una última elección, si pudiera coger el móvil, llamaría a su padre.

domingo, 9 de julio de 2023

CIUDADANO MACKENZIE (EL SERIAL) CAPÍTULO FINAL, DEFINITIVO Y YA

 Resumen de lo publicado: Mackenzie tenía mucha cabeza desde pequeño, lo que andando el tiempo devino en demasiadas cabezas. Y, al parecer, siempre demasiado poca cabeza. Y la invasión alienígena y la nueva reconquista y todo eso. Y un investigador, Pancracio Peláez, dando tumbos para averiguar algo sobre él. Para todo lo demás, consúltense los capítulos anteriores.



Necesitaba explicaciones. Necesitaba volver a ver a Mackenzie y que me aclarara la verdad de una vez por todas. Le llevaría la caja metálica de tabaco con la rosa amarilla que demostraba su affaire con la Taylor pero, sobre todo, las cartas que daban a entender que su papel en la invasión fue menos casual de lo que yo mismo pensaba hasta ahora. Tuve que solicitar un permiso especial a la virreina de Nueva Texas, doña Bárbara Rey, nombrada directamente por la gloriosa Regente, doña Isabel de Pantoja y Viuda de las Españas. No entraré aquí a comentar lo que las malas lenguas afirman sobre si era un exilio encubierto de la Regente para alejar a competidoras y antiguas amantes de su difunto marido, porque el caso es que doña Bárbara es aquí la autoridad, aunque sea la autoridad sobre un desierto, y no es mi objetivo desacatarla, que bastante castigo tengo ya con esta misión. Para mi sorpresa, se me concedió el permiso con bastante rapidez, pero con una única condición: doña Bárbara Rey, virreina de Nueva Texas, otrora domadora de leones y de reyes, debería estar presente en la entrevista.


TRANSCRIPCIÓN DE LA CINTA FGFHH-257 DEL MUSEO DE LA MEMORIA TERRÍCOLA. ASUNTO: ÚLTIMA VISITA AL PRESO RICHARD ZEBULÓN DEL ROSARIO MACKENZIE VÁSQUEZ Y ACONTECIMIENTOS POSTERIORES, QUE YA DESCUBRIRÁ QUIEN LA LEA HASTA EL FINAL



MACKENZIE: ¿Ya está aquí otra vez? ¿Y acompañado por una rubia despampanante? ¿Qué pretende ahora?


GUARDAESPALDAS DE LA VIRREINA: Guarde un respeto, está usted ante la virreina de Nueva Texas.


BÁRBARA REY: Déjalo, Angelito. Hacía tiempo que no oía lo de rubia despampanante. Y en inglés suena mejor.


INVESTIGADOR PANCRACIO PELÁEZ: He estado en Marfa, y he encontrado esto, que parece suyo y de Elizabeth Taylor [saca una caja metálica]


MACKENZIE: ¡Ah! The yellow rose of Texas [canta]


INVESTIGADOR P.P.: Necesito que me aclare el sentido de estas palabras. Parece que están dirigidas por la Taylor hacia usted [lee]: “Cabezoncito mío, debemos esperar al momento propicio. El universo se está preparando, y tú y yo tenemos que separarnos para disponerlo todo. Pero pronto vendrán, y nuestro amor será posible, en la Tierra y más allá de las estrellas, en un lugar donde tu cabeza no sea signo de vergüenza y oprobio, sino orgullo fundacional de una nueva estirpe mestiza.”


MACKENZIE: No siga, no siga, que me emociono [en las imágenes se perciben brillos en las mejillas de su única cara viva, compatibles con lágrimas como garbanzos]


INVESTIGADOR P.P: Entonces ¿es cierto? ¿Planeó usted en connivencia con la Taylor la invasión alienígena? ¿Tuvo algo que ver Michael Jackson? ¿y Richard Burton, conocía esto? ¿Por qué en pleno mundial 82? ¿Podría aclararnos además por qué el primer rayo alcanzó a nuestro entonces monarca en el palco VIP?


BÁRBARA REY: Tranquilo, muchacho, que te exaltas. Tú dame la rosa amarilla y damos tu misión por terminada.


MACKENZIE: ¡No, no lo hagas! ¿No ves que ella es la conspiradora universal? ¡Lo del primer rayo fue orden suya!  ¿Y su guardaespaldas? ¿No ves que es un extraterrestre? ¿Quién puede creerse una tapadera tan poco consistente: domador de leones, marido de vedette y amante de reyes, y ahora guardaespaldas?


[En las imágenes se percibe que Peláez ya le ha entregado la rosa amarilla a la virreina, quien la deshoja se diría que con delectación]


MACKENZIE: ¡Noooooo!


GUARDAESPALDAS [Imitando el rugido de un león, al tiempo que hace con la mano un gesto, a juicio de este transcriptor, poco versado en masculinidades terrestres, algo afeminado] ¡Roarrrr!


[Un extraño destello parece brotar de los últimos pétalos de la rosa amarilla, y la virreina empieza a transformarse, de manera que le brotan varias cabezas. Una de león, otra que es la de Liz Taylor joven y todavía otra más, que resulta asombrosamente parecida a Isabel Pantoja, la Regente. La de león engulle al guardaespaldas de un único bocado. La de Liz Taylor besa a Mackenzie con beso conocido en la cultura terrícola como de tornillo, con el efecto inmediato de que sus dos cabezas muertas reviven llenas de entusiasmo. Peláez, en una maniobra de autodefensa aprendida en sus entrenamientos antialienígenas, se arranca con la conocida copla "Yo soy esa". Pero, lejos de obtener los resultados de neutralización conocidos hasta entonces, solo sirve para que la cabeza clon de la Gloriosa Regente haga un dueto a muerte con él, con el resultado del estallido del cerebro del pobre investigador. ]


BÁRBARA REY: ¡Mía, la humanidad por fin es mía! [Risa malvada con inconfundible acento alienígena. De Betelgeuse de Abajo, si apuran a este transcriptor] ¡Ahora empieza mi reinado! [Y ella misma se pega un puñetazo en los morros, bueno, realmente en los morros de su cabeza pantojil]


[Aquí se interrumpe la grabación y termina la cinta, documento y prueba de un momento histórico, por serlo el del inicio de la nueva y definitiva invasión. Por ello, queda guardada en este museo de la memoria terrícola, para que las futuras generaciones de mestizos tricabezas conozcan su origen y lo valoren, honrando a héroes como Mackenzie, nuestra cabeza de puente y ahora esposo y rey consorte, y a la sin par Bárbara Rey, Reina (valga la redundancia) de la Tierra y satélites y planetas aledaños].


lunes, 3 de julio de 2023

CIUDADANO MACKENZIE (EL SERIAL): CAPÍTULO 4 (y penúltimo)

Les ahorro el resumen de lo publicado. Ya saben ustedes, esforzados lectores, lo de la invasión alienígena, la reconquista coplera desde Covadonga, y mi investigación sobre el papel de Mackenzie en todo aquello. Si les falta información visiten los capítulos anteriores, que yo ya bastante tengo con lo que tengo, dando tumbos por estas salvajes tierras americanas, consumiendo copla y sidra enlatadas, y tan lejos de la madre Patria.


Avanzo con un coche de alquiler por la polvareda del ahora desierto de Nueva Doñana. De la antigua Texas ya solo se conservan los pozos petrolíferos abandonados y los rebaños de esqueletos de vaca blanqueándose al sol. Llevo en mi bolsillo un guardapelo con un grimoso pelo moreno y un nombre en la cabeza, Leslie, y mi intención de averiguar qué pintan en esta historia. 


No me ha sido difícil recopilar cierta información sobre los años texanos de Mackenzie, gracias a otro de sus compañeros de correrías, de nombre Sam, el mismo que luego lo reclutó para aquellos incipientes laboratorios de la NASA, donde siempre venía bien un buen mecánico, que ya se sabe que cohetes y satélites no dejan de ser automóviles que vuelan, sin dar tanta lata con la junta de culatas, el cigüeñal y las trócolas.


En el hotel repaso lo que me ha contado Sam. Un año antes de graduarse en la Highschool de Wichita (aunque quizás graduarse hubiera sido mucho decir, dada su trayectoria académica), Mackenzie sintió repentinamente la nostalgia de su tierra natal, así que una mañana muy temprano cogió el primer autobús destino a Texas, concretamente a Marfa, donde ahora estoy, un pueblo con pretensiones de ciudad con poco que ofrecer por entonces. Allí se empleó en un taller mecánico, donde aprendió el oficio. También ayudaba por temporadas en una granja cercana. Fue en esta última donde mantuvo una tórrida relación, como correspondía con la pujanza de su juventud por desbravar, no con una, sino con varias sandías. 


Pero entonces ocurrió algo que le marcaría. Ese lugar en mitad de la nada fue escogido para el rodaje de "Gigante", la última película de su admirado James Dean, a quien se esforzaba nuestro joven Mackenzie en imitar. Por cierto que tal imitación le supuso llevar permanentemente roto el labio inferior: Mackenzie había visto que su héroe corría siempre con las manos en los bolsillos, e hizo de tan mala costumbre una seña de identidad propia, con consecuencias inevitables para quien llevaba el punto de equilibrio descompensado por la envergadura de su cabeza.


Pronto se inundó el pueblo de camarógrafos, caravanas, focos y oportunidades. Mackenzie se empleó como mecánico y chófer en los improvisados estudios. Para averiguar algo sobre la película no necesito más que salir a la calle, porque todo en Marfa recuerda aquel acontecimiento. Una pequeña exposición con aspiraciones de parque temático me sirve para informarme de todos los detalles del rodaje, y descubro en varias fotos a nuestro Mackenzie, con mono de mecánico saliendo de debajo del camión que conduce James Dean en la película. En el único cine de Marfa la proyectan en bucle, así que pago una entrada y me dispongo a ver el resultado del trabajo de aquellos meses con tanta relevancia en la vida de nuestro hombre. Y para mi sorpresa, la protagonista, que interpreta Liz Taylor, se llama Leslie en la película. De repente, todo cuadra. Leslie, the yellow rose of Texas, con la que tan pesaditos se ponen en la película, el guardapelo con pelo incluido ¿sería de Leslie, es decir, de Liz Taylor, la que tanto marcó a Mackenzie?



Pregunto en el bar del pueblo y, para mi sorpresa, todos recuerdan a Mackenzie. Y además, parece que aquí cada cual tiene su propia teoría:


—¿Mackenzie? Ah, sí, se fue precipitadamente del pueblo para trabajar en Houston, en aquello nuevo de la NASA. Pero a mí nadie me quita que tuvo un lío con la Taylor. Una prima mía los vio salir juntos de un granero, que era un misterio que a la Taylor le atrajese semejante botarate cabezón, pero ya se sabe que ella no era la que mejor puntería tenía para encontrar pareja.


—¿Mackenzie y la Taylor? Yo no le digo nada, pero después del rodaje la Taylor se quedó embarazada y hubo que retrasar el estreno hasta que dio a luz. Y el niño salió cabezón. Sume usted dos y dos.


—¿Mackenzie y James Dean? Dicen que se emborrachaban juntos a menudo. Otros dicen que pelearon por la misma mujer, y que Mackenzie tumbó a Dean a cabezazos.


—¿Mackenzie y James Dean? Yo no digo nada, pero Mackenzie era mecánico y James Dean murió sin terminar la película conduciendo un Porsche. Y esos coches nunca fallan. Si yo quisiera vengarme de James Dean y fuera mecánico, sabría qué manguito aflojar.


—No, el verdadero novio de la Taylor fue el cantante Buddy Holly, un chaval de Lubbock, un pueblo 300 millas al norte, con el que se veía en secreto. Y mira tú que James Dean murió en accidente de coche y poco después Buddy Holly, en accidente de avioneta. Y una avioneta no es más que un coche con alas ¿verdad?


Como veo que poco puedo sacar aparte de rumores sin fundamento, decido visitar las localizaciones de la película. Y allí, en la base de uno de los pozos de petróleo que se usó como decorado, una inscripción con un punzón me confirma lo que sospechaba. Se trata de un corazón y una inscripción que intenta estar en clave: “Leslie y su cabezoncito preferido”. No creo que se refiriera ni a Rock Hudson, del que recientemente supimos que no jugaba en esa liga. Y viendo los sombreros texanos que se conservan de James Dean, tampoco parece probable el mote. Pero lo más sorprendente es que, justo bajo el corazón grabado, hay una flecha que señala al suelo. Solo tengo que cavar unos centímetros para sacar una vieja lata de tabaco que contiene cartas de amor entre los dos (bueno, más de Liz Taylor que de Mackenzie, que él era poco dado a la escritura) y una rosa amarilla disecada. En una de las cartas, dice la Taylor que su amor es de más allá de las estrellas. Y que si no pueden cumplir su amor en esta tierra, tendrán que esperar a la llegada de los extraterrestres. ¿Casualidad o conspiración? Creo que he dado con la piedra Rosetta, con el Rosebud, con la clave de la participación de nuestro Mackenzie en esta invasión, que quizá no era tan casual. Y quiero recordar la curiosa relación posterior entre la Taylor y Michael Jackson, desaparecido misteriosamente en la invasión alienígena, junto con una cohorte de niños y  kilos de pintura blanca. Necesito volver a hablar con Mackenzie. Hay algo que nos está ocultando.


Gentrificación

 (Microrrelato finalista en el concurso Manuel J. Peláez de 2025) El cortado sobre el río era nuestro orgullo. Por sus vistas y su microclim...