lunes, 5 de junio de 2023

CIUDADANO MACKENZIE (el serial). Capítulo 2

 Segundo informe del agente Pancracio Peláez, (expediente de limpieza de sangre terrícola 0897/622, nivel B2 en copla española y fusión flamenco-country, diplomado en la Escuela de Reeducación Musical Bertín Osborne)


Resumen del informe anterior: una vez reconquistado el planeta, el Novísimo Orden Mundial Estavezsiquesí le encargó al que suscribe investigar a Mackenzie, el mutante cero de la susodicha invasión felizmente derrotada por la furia española y olé. Descubro que es hijo de un escocés borrachín y de una cocinera mexicana macerada en tequila. Que fue noticia al nacer por su cabezón, siempre grande pero bastante desocupado. El que suscribe va a visitar la granja de Wichita donde se crio.


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Llego a la granja sin más contratiempo que tener que soportar media hora de conversación con Max, el compañero de escuela de Mackenzie, que habla sin parar y de un único tema siempre: esa costumbre bárbara que en inglés americano comienza siempre con un "¿Echamos un partido de football?”, lo que equivaldría en nuestra gloriosa lengua imperial al "¿quedamos para darnos de cabezazos y lanzarnos melones en el melonar de la tía Engracia?"


A la entrada de la granja nos recibe un ¿rebaño? ¿piara? ¿manada? (investigar este punto) de gansos, que rodea al coche y se emplea a fondo con picotazos en nuestras canillas en cuanto descendemos del vehículo. Luego nos contarán que los gansos han proliferado sin tasa en la granja, al desaparecer su depredador natural, que era el propio Mackenzie. A servidor, a quien siempre le había parecido que un ganso era un pato que ha leído demasiados cuentos de los hermanos Grimm, solo se le ocurre decirle “pitas, pitas, pitas”. Pero luego le corroe la duda de si eso no era exclusivo de las gallinas.


Sentada en una mecedora en el infaltable porche de la casa, nos observa con mirada penetrante y piel arrugada la que parece ser la mujer que crio a Mackenzie, conocida como abuela Mae, o quizás sea solamente su figura disecada o su momia. Lleva un rifle entre las manos y parece que se mueve, aunque en aquel momento no alcanzo a distinguir si el movimiento es el de inercia de la propia mecedora o el del cuerpo de un ser vivo. La saludo con el nuevo saludo ritual universal (“qué tiene la zarzamora que a todas horas llora que llora…”), pero su respuesta no sigue los cánones fijados por nuestro servicio de inteligencia antialienígena. En vez de “por los rincones” contesta con un sonoro “fuck off!”, que mi acompañante Sam, que para algo había de servir además de para ilustrarme en los mil y un modos de dar cabezazos con casco, traduce como “¡Bienvenido a esta humilde granja!”, más una explicación de que a estos ancianos no ha sido posible reeducarlos.


Mantengo a continuación una entrevista con ella por mediación de Sam, que me lleva a las siguientes conclusiones que anoto a continuación:

  • Que su nieto fue, es, y siempre será tonto de remate, tenga el número de cabezas que tenga.

  • Que, sin embargo, siempre tuvo una inquietud investigadora digna de que Dios le hubiera concedido algo de cerebro.

  • Que ello le llevó a meter dedos en enchufes, manos en motosierras, cuello bajo trayectoria de hachas o lenguas en batidoras en funcionamiento.

  • Que sin embargo, la suerte siempre le acompañó en semejantes insensateces, saliendo por lo general casi incólume.

  • Que pronto, desde muy adolescente, se obsesionó con los gansos, a los que aprendió primero a diseccionar y luego a sacrificar sin sufrimiento (sí, por ese orden). 

  • Que probó a escribir con pluma de ganso, resultando ser un escritor lamentable.

  • Que probó luego a volar también con sus plumas, resultando igualmente una pésima ave (comparable como mucho a una gallinácea gorda), con poca resistencia al costalazo, pero una más que apreciable vedette, sin embargo. Aunque en la América profunda eso se valoraba entre poco y nada, y le hizo merecedor de algún baño de melaza y hormigas carnívoras.

  • Que encontró luego un libro de cocina francés, y se ejercitó por su cuenta en el engorde de gansos y la transformación de sus hígados en foie, un invento asqueroso de los franceses que solo le gustaba a él y a su perro.


Con la arenga de la anciana Mae nos dan las seis de la tarde, la hora oficial de la sidrina y el cachopo decretada por la Agencia Universal de Prevención de Invasiones Alienígenas. Apenas se lo insinúo a la vieja  pronuncia otra vez en su lengua indígena las palabras de  calurosa bienvenida a su granja y me dice que qué costumbres son esas, que ella no hace caso de semejantes tonterías del extranjero opresor. Me pongo entonces didáctico y le explico cómo la invasión extraterrestre solo respetó en todo nuestro planeta  la cueva de Covadonga y el hotel adyacente, donde se estaba celebrando una convención de la copla española, con guiños al flamenco y al country. Y que de allí surgió el heroico movimiento de nueva reconquista (concretamente desde el Mesón-Tienda de Recuerdos Don Pelayo), donde apenas un puñado de hombres se levantó en armas blancas (las que había a mano en la tienda de recuerdos, básicamente navajas de Albacete, abrecartas toledanos bellamente labrados y cutters musicales al son de Asturias, patria querida). De ahí (sigo explicándole) que la nueva aristocracia y realeza sea la folclórica, y que, aplicando el método científico, se acordó que nuestros invasores eran alérgicos bien a los culines de sidrina, bien al cachopo, o a las reproducciones de plástico de la Santina, o a la citada música o bien a una combinación de todo ello. Y que por si acaso usamos todos estos ingredientes como armas para reconquistar el planeta, poniendo a los aliens en huida. Y que desde entonces era obligatorio que a las seis de la tarde todo el mundo consumiera su dosis de recuerdo de sidrina y cachopo, además de los saludos ceremoniosos con fragmentos de la copla española que nos había acompañado en el camino a la libertad.



Terminada mi emocionada explicación, la vieja volvió a darme la bienvenida a su humilde granja y lanzó salvas con su rifle, demasiado cercanas a mi cabeza como para quedarme ahí, así que Sam y yo tomamos las de Villadiego (las de San Diego, repetía él, en su bárbaro idioma).


Continuará la semana que viene con un tercer informe donde aportaré más datos de nuestro Mackenzie.


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