lunes, 4 de septiembre de 2023

El mejor de los mundos posibles

 (Relato finalista en el X Concurso de Relatos Marbella Activa)



El sujeto que nos ocupa, llamémosle X, tiene ante sí el mar, después de un camino con cientos de bifurcaciones dejadas atrás. Y el mar le obliga a elegir otra vez. A la elección, quizás, definitiva. X eligió hace ya tiempo huir de un mundo que no le mostraba alternativas. Tiene inquietudes, un título. Pero en su tierra ni una cosa ni otra le servían de mucho.  Él incluso estudió filosofía sumariamente en la carrera, allá en la lejana universidad de Z. Y recuerda lo que afirmaba Leibniz: vivimos en el mejor de los mundos posibles. Porque Dios, de entre las elecciones que tuvo para crear un mundo, eligió la mejor de las posibles, desechando las restantes. X, por su parte, decidió partir en busca del mejor de los mundos posibles. Pero X no es Dios, y el mar ahora le obliga a elegir de nuevo, decíamos. El mar es un universo cambiante, que contiene en sí miles de elecciones, millones de posibilidades y caminos. Aunque en este momento solo tiene dos: embarcarse o no.


Tiene el dinero apretado en la mano. Es todo lo que le queda del que robó en casa, hace ya tres años, para emprender el viaje. Otra elección dejada atraś, difícil, dolorosa. Y si lo entrega ahora, le darán a cambio un lugar en la precaria balsa, casi un juguete. Sus piernas, sus brazos y su cuerpo confundidos con otros brazos, cuerpos, piernas. La paradoja reside en que si no lo entrega, si se queda ese dinero no tendrá nada. Hemos de concluir, por tanto, que no hay tal elección. O que ya está hecha, desde hace tiempo.


Si lo entrega, pueden pasar dos cosas. Que tenga éxito en la travesía o que no lo tenga. Tengamos también en cuenta un dato relevante: las dos veces anteriores no lo tuvo. Aunque conservó la vida y esos pocos billetes que ahora empuña: al menos tuvo suerte, después de todo.


Piensa en la primera opción: tendrá éxito. Llegará esta vez al mejor de los mundos posibles. En realidad lo rescatarán justo después de hundirse la patera, aferrado al flotador infantil que le han entregado en la partida, llamándolo salvavidas. Acudirán alertados por una llamada desesperada desde la misma balsa, minutos antes del desastre. Pero ya habrá visto hundirse a tres o cuatro cuerpos que se resistían en vano. Nunca sabrá sus nombres. Luego, abrigado con una manta roja, mientras comprueba si su móvil llegó seco, escuchará gritar a una mujer cuando insistan en quitarle al bebé que sostiene entre sus brazos, y le digan en tres idiomas y en ninguno que nada puede hacerse, que es ya solo un cuerpo, que se ahogó en el mar por más que ella lo aferrara.


Contempla la segunda opción. Tiene experiencia, sabe cómo son las cosas. La segunda opción es el fracaso. También en esta opción alguien ha usado el móvil para avisar a tierra cuando la patera comenzaba a hundirse, pero ningún guardacostas, ni marroquí ni español, llega a encontrarlos. Ha tenido que zafarse a puñetazos de alguno que no sabía nadar, del pánico ciego que insistía en arrastrarlo con él al fondo. Pero ya está sin fuerzas. Y el mar sigue picado.


Oirá que han tocado la costa en Marbella mientras le abrigan con unas mantas rojas. Los llevarán a un centro de inmigrantes. El papeleo. Tendrá seis meses de plazo y una nueva opción: lograr regularizarse o sobrevivir de ilegal. El regreso está descartado. De entre los destinos posibles (nueva elección) señalará un nombre en el mapa: Navarra. Casi a ciegas, pero estará convencido de que allí tienen que hablar francés, ya tan cerca de Francia. No será así, finalmente: nadie hablará su idioma. Tampoco encontrará dónde alojarse, y solo le quedará la calle, mala suerte, mala elección.



El mar sigue bravo. Pocos cuerpos resisten a flote. A lo lejos una luz. Quizás sean los guardacostas. Ahora ya da igual qué lengua hablen, qué bandera lleven. Estamos aquí.


Alguien le dirá que en Madrid sí pueden acogerle. Darle de comer, arreglar los papeles. Un nuevo autobús. Las miradas de sospecha en los pasajeros. Habrá reunido el dinero del billete entre limosnas, préstamos de compatriotas, algún hurto quizás.

La luz no se acerca, y el mar y el frío van ganando. El móvil lo tiene bien envuelto en plástico, pero es imposible sacarlo en el agua. Y ya otros avisaron, lo dijimos antes, pero sin éxito. El frío y el agua. El miedo.


En Madrid la dirección que le darán es de una parroquia. Allí podrá dormir unas cuantas noches. Y comer. Le hablarán de un bar donde se reúnen sus compatriotas. Alguien le propondrá vender sobre una manta; basta con correr cuando llegue la policía. Llamará por fin a su padre, que ni siquiera le echa ya en cara el robo del dinero. Sonará más viejo, pero aliviado de tener noticias. Ahora que se ha salido con la suya tendrá que responder como se espera. Ahora que vive en el mundo que él quería, tendrá que mandar dinero a la familia. Al menos eso. 


No oye ya voces a su alrededor. El mar, de pronto, se ha calmado, pero él no tiene fuerzas. El frío le agarrota. Se hunde cada vez con más frecuencia. Cada vez le cuesta más volver a la superficie. Ya hasta el miedo le ha abandonado.


Conseguirá un trabajo en una obra. Pero si hay inspección tendrá que irse. O contar que está de visita. Tendrá que aprender rápido. Hay muchos que quieren el trabajo.


El agua va llenando los pulmones. Qué largo y qué tedioso es ahogarse. No hay forma de acortar el proceso. A la lucha sucede la angustia paralizada: luego, simplemente, dejarse hacer. Pensar en su padre decepcionado, tres años sin noticias, quizá esperándolo todavía, allí tan lejos, tan inalcanzable, tan fuera ya de sus opciones. Luego, observar cada detalle, como si le ocurriera a otro. Hasta ser un cuerpo hinchado, hasta regresar finalmente a la superficie, materia orgánica ya, dispuesta para la descomposición. Para ser arrastrado hasta la orilla. Llegados a este punto, no tiene importancia a qué orilla.



Los días de lluvia si no se trabaja no se cobra. Claro que su calzado resbalará más de la cuenta, tendrá que tener cuidado. Y la ferralla, que es como se llama el hierro sobre el que caerá su cuerpo, es muy afilada. Seguramente será un pulmón perforado, porque apenas podrá respirar. Se irá vaciando como un pellejo. El coche lo llevará a toda prisa. En la puerta del hospital lo desembarcarán, como en una playa. A la orilla de la puerta de urgencias. Huirán a la carrera. Esto no lo había previsto: morir sobre una camilla, con todos los cuidados, con todos los aparatos del mundo que escogió puestos a su servicio. Si ahora estuviera en su mano una última elección, si pudiera coger el móvil, llamaría a su padre.

El mejor de los mundos posibles

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