martes, 19 de mayo de 2020

Matar al cocinero

El reality resucitó con el nuevo título. Ahora la audiencia rugía cuando los cuchillos buscaban omoplatos desprevenidos. La picadora de carne dio mucho juego. Cuando quedó el último, le sacó todo el partido al horno programable. Él solo, con una manzana en la boca, emplató su suicidio.

martes, 12 de mayo de 2020

Salir

Mercedes vuelve a comprobar que el móvil está en el bolso. Se entretiene un momento con el vídeo tonto que le han mandado sus nietos, y les devuelve iconitos de besos y achuchones, más alguno indescifrable que se cuela siempre. Visita luego la cocina: la bandeja con la cena está en su sitio. Oye a su madre desde el salón:

—¿Qué haces, Mercedes?
—Te lo dejo todo preparado, mamá.     
—¿Pero te vas?
—Mamá, hoy es miércoles ¿no te acuerdas?
—No, hija, ya sabes que no me acuerdo de nada ¿por qué me torturas?

Mercedes vuelve al salón. Se sienta junto a su madre. Le explica otra vez que va a venir Evelyn, que todo se queda como a ella le gusta.

—Pero ¿adónde vas, hija? 
—He quedado con un guayabo de treinta años. Si me rapta no pagues el rescate, por favor. Si no, estaré aquí a las nueve y media. 

La madre de Mercedes protesta un rato por lo bajo, como hace todos los lunes y miércoles. Si por su madre fuera, las dos se quedarían allí, cada una en su sillón. Como dos viejecitas antiguas, enchufadas a la tele y al recuento de achaques, a la transformación obsesiva de los viejos recuerdos. Salpicadas en su rutina por las visitas imprevisibles de los nietos, bisnietos para su madre, que han aprendido a llamarla a grito pelado (“¡Bisaaaaaa!”), que hacen sus monerías amplificadas para que ella sonría y se emocione, y les coja la mano y les pregunte cómo se llaman.

Evelyn se retrasa. Mercedes vuelve a comprobar la bandeja de la cena, vuelve a llevarle agua a su madre, vuelve a ahuecarle los cojines. 

Evelyn es nueva, lo que quiere decir que solo lleva viniendo tres semanas. La manda la empresa en sustitución de Laura, y a la madre de Mercedes no le hace gracia el cambio. Ya aceptó lo de la dependencia, aunque ella —decía— no le veía necesidad, teniendo a Mercedes. Y Mercedes que yo ya estoy mayor mamá, y no puedo contigo si te caes. Hazlo por mí, tú nunca has sido egoísta. Que así puedo salir y despejarme.

—Qué callejera estás, hija.

Todo el mundo le dice a Mercedes lo admirable que es cómo cuida a su madre. Y la suerte que tiene ella de disfrutarla así, tan bien para su edad. 


En la tele un coro de personas le grita a una famosilla, que sonríe altanera y despectiva. Dentro del salón es como si gritaran todavía más, porque la tele está puesta al volumen que su madre puede oír. Su madre y medio vecindario. 

—No cambies, Mercedes, que me entretiene.
—No iba a cambiar, mamá, es que está muy alto.
—Es que si no no me entero. ¿Adónde vas ahora?
—Voy a abrir. Ha sonado el telefonillo.
—¿Esperas a alguien?

Mercedes va a repetir la broma del guayabo, pero desiste.

—Será Evelyn, mamá.
—¿Pero vas a salir? ¿Serás capaz de dejarme con la nueva?       

Evelyn recibe las instrucciones de la cena diciendo a todo que sí. Mercedes tiene la sospecha de que luego hará las cosas como a ella le parezca, con su sonrisa y su sí abuelita. Y se siente culpable de alegrarse solo un poco de que alguien sea capaz de mover mínimamente las piezas de la sólida rutina de su madre.

Mercedes de pronto no se acuerda de si al final metió el móvil en el bolso, y si tiene batería, y si está con sonido. No vaya a ser que haya una urgencia y Evelyn la llame cuando esté fuera y no se entere.

—¿Y tú cómo te llamas?
—Soy Evelyn, abuelita.
—Uy, Evelyn. ¿Eso es nombre de persona?

Mercedes y Evelyn se sonríen. La sonrisa de Mercedes es de no se lo tengas en cuenta. La de Evelyn de no se preocupe, señora, me hago cargo.

—Mercedes, ten cuidado, que mira cómo están las cosas.

Su madre siempre habla de cómo están las cosas señalando a la tele. Es su ventana a la realidad. La prueba de que la calle está llena de peligros, de violencia y de maldad, la prueba de que Mercedes es una inconsciente con su empeño en salir, arriesgándose un poco más en cada incursión a la jungla.

Mercedes mira el reloj. Se siente como Cenicienta, con el tiempo medido como ella, con una libertad condicional y cronometrada. 

—Adiós, mamá, te quiero. A las nueve y media estaré de vuelta, Evelyn.

—Sin prisas, señora. 

Ya en el descansillo, todavía se queda escuchando un poco:

—¡Mercedeeeees! ¡Mercedeeeees! Hija, luego soy yo la sorda.
—Acaba de salir, abuelita.
—¿Y tú quién eres?

No puede evitar enternecerse. Con lo que su madre ha sido. El resto de la conversación se la sabe de memoria, así que pulsa por fin el botón del ascensor.


Foto: Antonio Bustamante en Flickr
Abajo, cuando abre la puerta de la calle, respira la libertad como un pecado, como un premio que quizás no se merezca del todo, precisamente por desearlo.

Echa a andar. Va pensando en si lo ha dejado todo preparado arriba: la bandeja con la cena, la cama de su madre. Comprueba una vez más la batería y el sonido del móvil. 

Ya ha llegado al kiosco. Se acuerda ahora de que su amiga está fuera estos días;  con sus hijos no puede contar, que estas son las horas malas de la casa, los niños, los baños y la cena. 

Por lo menos no llueve. Entra en el parquecillo. Allí se sienta en el banco que mira a su ventana, el mismo que ve cada día cuando se asoma. Si su madre pudiera asomarse la vería allí sentada como una tonta, ni siquiera con un libro, ni siquiera dando de comer a las palomas. 

Saca el móvil. 95% de batería. Abre el juego ese de los caramelitos que le instaló su nieto mayor.



lunes, 11 de mayo de 2020

Y QUIÉN CUIDARÁ DE TODO, de Carlos Domínguez

Hoy tengo el placer de recibir la firma invitada de un amigo y estupendo escritor, Carlos Domínguez, que me ha pedido un sitito en el blog, y yo encantado. Carlos ha publicado recientemente en la antología de Triskel: Atrasis 3. Cuentos de nueva fantasía.




Y QUIÉN CUIDARÁ DE TODO, de Carlos Domínguez



Mi abuela me miró en silencio. Con la mascarilla, los guantes, el abrigo y el sombrero sólo se veían sus ojos azules rodeados de un haz de arrugas. No te acerques, me dijo al fin, marcando la distancia con el brazo. Me recordó a uno de esos soldados de guerra bacteriológica que salen en la televisión y no pude evitar sonreír. Pensé que gracias a mi mascarilla no lo vería pero me envió una mirada de reproche: mi abuela lo ve todo.

Vamos, dijo, y comenzó a caminar, pisando insegura la acera. Le pregunté si quería que la sujetase, pero me contestó que no, que sólo me pusiera a su lado por si tenía un traspiés. Cuando dio unos pasos se paró y me dijo que bueno, que podía sujetarla, pero sin tocarnos. ¿Cómo puedo sujetarte sin tocarte, abuela? Y me dijo que así, sin tocarnos con las manos, y me pasó su brazo bajo el mío.

Caminamos lentamente mientras se balanceaba de un lado a otro con su cadera mal operada. ¿Adónde quieres ir? Allí, hizo un gesto vago con la mano y añadió que adonde la mercería. Allí no hay nada, abuela, la cerraron hace años y así sigue. ¿Vas a acompañarme o no? Claro, abuela. Seguimos en silencio. De repente se volvió hacia mí y me dijo que mi madre –tú madre, dijo recalcando el posesivo, como si yo fuera responsable de algo-. Tu madre, repitió, me ha llamado todos los días y tú, ninguno. Abuela, sabes que no soy de llamar, pero te mandé mensajes de whatsapp. Como si yo leyera esas cosas, contestó.

Llegamos a la tienda abandonada, sucia y con la persiana llena de grafiti. Mira, está vacío, dijo agachándose y señalando el suelo. El qué, abuela. El platito, que pareces tonto. Me mostró un cuenco sucio, luego dijo: ¿Es que nadie se ha tomado la molestia de llenarlo estos días? ¿Y para qué iba a llenarlo, abuela? Para los gatos, para qué si no. Y mira estas las latas viejas, nadie le ha traído comida a los pobres.

Abrió el bolso y sacó una botella de leche. La abrió y echó un poco en el cuenco. Para mis niños, dijo, y se puso a bisbisearlos sin que apareciera ninguno. Mira, abuela, allí hay uno, se lo señalé bajo un coche. Mi abuela se agachó dejando caer todo su peso en mi brazo y miró hacia donde le indicaba. No, ese no es de los míos, contestó. Pero le puedes dar leche. Te digo que no es de los míos. Se irguió y me dijo: seguimos.

Adónde vamos ahora, pregunté. Hacia allí. Seguimos caminando y se acercó a un árbol. Mira cómo está de flores. Muy bonitas, dije. El año pasado no tenía ni la mitad, pero mira ahora. Seguimos, dijo, y fuimos a otro árbol. Mira, le han roto una rama, los brutos. Lo siento abuela, pero seguro que se pone bien. Me miró con cada reproche y siguió caminando hacia otro árbol, donde comprobó las flores, y luego fue a otro, y luego a otro. Pensé en un perrito que cuando lo sueltas en el jardín da una vuelta inquieto para comprobar que todo está en su sitio, pero no me reí. Finalmente se paró de nuevo, abrió el bolso y, sacando un trozo de pan, empezó a desmigajarlo en la acera. Algunas palomas se acercaron. Quién las habrá alimentado en mi ausencia, dijo. El ayuntamiento, abuela, contesté. El ayuntamiento no está para esas cosas, somos nosotros los que debemos cuidarlas. Y mira, continuó hablando, me quedo en casa dos meses y a nadie se le ocurre seguir con el trabajo. ¿Quién se ha encargado estos días de que los gatos y las palomas tuviesen comida, quién ha regado las plantas o podado las ramas rotas? Abuela, que no son de nadie. Sí son, son de todos. La miré y noté que tenía los ojos empañados. Abuela, no pasa nada, dije, se recuperarán. Me miró y se puso a caminar en silencio, la vista fija en el suelo. Cuando llevábamos unos metros me dijo, sí que pasa, pasa que alguien tiene que cuidar de estas cosas. Si no cuidamos a los más débiles acabarán desapareciendo. Y yo, continúo -y la voz le falló con un sollozo-, no he podido hacerlo estos meses. Y no me llamabais y creí que nunca más iba a salir de casa y moriría sola.

Tenía los ojos brillantes. La intenté abrazar pero se separó y me dijo que no la tocara, que podía estar contaminado. Luego me miró y me abrazó.



viernes, 8 de mayo de 2020

La belleza

«Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados»
Juan Ramón Jiménez

La esposa del poeta se ha impuesto la misión de cuidarlo, pero él apenas prueba los platos que ella le lleva al estudio. Allí lo encuentra puliendo febril cada adjetivo, ofrendando el sacrificio de sus sinestesias en el altar de su escritorio. Fuera ruge la historia, y Madrid intuye un largo asedio. 


Ha llegado una muchacha. Trae un minúsculo atadillo con dulces y cartas del pueblo. Tiene las manos sucias y espanto en los ojos. No, el poeta no puede recibirla ahora. Y no pueden ayudarla. Van a viajar ya, lejos de aquel caos que amenaza al delicado trabajo del poeta, hágase cargo. La muchacha baja las escaleras ojerosa, pálida y desgreñada, apretando en la mano la humillación de unas monedas. Se cruza con un joven miliciano, tan rebosante de vida que apenas puede contenerla dentro. Ella lo mira y esboza una sonrisa, inclinando levemente la cabeza. Si el muchacho hubiera leído a los poetas, si supiera escribir, sabría poner nombre a las ganas repentinas de reír y llorar al tiempo que brotan de la visión fugaz de su cuello blanco, del cruce con aquella mirada triste, donde se encierra toda la luz desterrada de Moguer.

El mejor de los mundos posibles

 (Relato finalista en el X Concurso de Relatos Marbella Activa) El sujeto que nos ocupa, llamémosle X, tiene ante sí el mar, después de un c...