domingo, 31 de marzo de 2019

Inmigrante


Llegar no fue fácil. España era mi sueño, y por alcanzarlo dejé atrás mi mundo primero. Hasta un naufragio hube de superar en el camino, arriesgando en este viaje mi vida y cuanto tenía. He tenido que luchar para conseguir unos papeles y unos derechos que se me negaban y que solo se me han concedido a medias. Ahora, afincado en estas tierras, me siguen mirando como a un extraño, y me arrojan la palabra mestizo, ignorando toda la riqueza que encierra, como si el soldado despreciara el acero de la espada por ser fruto de una mezcla. Pero yo sé quién soy, y no he de renunciar a ninguna de mis herencias, porque de ambas bebe mi espíritu. Ahora, imposibilitado para la vuelta, hijo de una y otra nación, vuelvo a los recuerdos de mi madre, a la memoria grabada a fuego de una raza que sobrevivió mezclándose con el recién llegado, reuniendo en un solo tesoro dos sangres, dos mundos. Por eso firmo ahora con nombre mestizo, orgulloso y milenario por Inca, heredero de letras y humanidades por Garcilaso.
El Inca Garcilaso de la Vega

lunes, 25 de marzo de 2019

Fuerza de voluntad


El último día de vacaciones acordaron no verse. Serían fuertes. Dedicarían aquel día terrible a ensayar el futuro. Cada uno le escribiría al otro la primera de las trescientas cinco cartas que los separaban del próximo reencuentro. A la noche se las intercambiarían triunfantes, cuando él acudiera a despedirla a la estación de autobuses. Demostrarían que no habría tiempo ni distancia que pudiera con ellos. Pero las horas se les quedaron atascadas en el pecho mientras mordisqueaban el boli, y a mediodía ya se andaban buscando como locos. Sí, el tiempo iba a ganar, pero aún no había anochecido.
Breve encuentro

lunes, 18 de marzo de 2019

El turismo es un gran invento


Tengo pensado hacer varios peces de colores tamaño cachalote. Estoy lanzado después del éxito del nuevo kraken y de la repercusión en las redes del tiburón de siete cabezas. Cada vez acuden más barcos. La posibilidad casi infinita de creación es la ventaja de ser el dios de los mares. La desventaja es no poder interferir en los asuntos humanos. Pero cuento con el poder de convocatoria de estas nuevas criaturas. Una vez que los turistas se topen en su camino con las lanchas atestadas, con el sufrimiento de los de su especie, seguro que al menos cumplen la ley del mar.

lunes, 11 de marzo de 2019

La moderna Prometea

Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente al compás del furor de sus manos. Le habían dicho que se olvidara de veleidades artísticas. Que era demasiado pequeña. Y niña además. “¿Quieres crear algo tuyo? Haz punto”. Se había encerrado en su cuarto con dos agujas tintineantes y un ovillo larguísimo. Fue surgiendo entonces de entre sus manos una criatura de lana y orgullo que la miraba sorprendida. Años después, en Villa Diodati, una noche tomó la pluma con la misma rabia, y la criatura de lana que siempre había llevado como un recuerdo de su infancia, como un talismán, bajó al papel y habló, por fin.


[Sí, es el tercero que publico hoy con el mismo comienzo. Una respuesta al concurso de relatos en cadena de la Ventana, cadena Ser. Por cierto que hoy hace algunos años que se publicó Frankestein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, gestado en la famosa velada de Villa Diodati]

Anime


Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente en el pecho de la criatura recién nacida, que lanzó un rayo de croché desde sus pezuñas como saludo al mundo. La oveja acababa de dar a luz asistida por los científicos, que vivían en asombro permanente desde nueve meses antes, cuando a los ejecutivos de la primera gran factoría japonesa de animación se les había ocurrido celebrar el día de la empresa. Heidi se mostró muy ilusionada por conocer a su compañero Mazinger. Nadie podía prever que llevara escondida a Copito de Nieve, ni que esta se escapara. Tampoco que el gigante de acero estuviera tan falto de cariño.

Manualidades


Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente sobre el pupitre. El acusica de su compañero se chivó a la seño del extraño muñeco que había fabricado aquel niño gigantón, que se quedó admirando su obra sin entender tanto revuelo. A su alrededor ceniceros, portafotos y collages parecían ahora tan ridículos como faltos de vida. La profesora se prometió no organizar nunca más ningún regalo para el día del padre. Luego, en el despacho del director, sin apartar la mirada severa de aquel niño deforme y feliz que acariciaba su creación, marcó el teléfono del padre. Descolgaron al otro lado: “¿Con el doctor Frankenstein, por favor?”

domingo, 10 de marzo de 2019

La voz prestada

Hoy he vuelto a escuchar la voz de María, mi esposa. Me ha llegado cruzando el mar, desde el aparato de radio del comedor, como desde el fondo de un sueño. Qué curiosa la memoria de las voces. Era como cuando hablábamos por teléfono, cuando estrenábamos obra y ella prefería a veces quedarse en casa, inquieta e insegura. Yo, tras la barahúnda de flores, de aplausos y de abrazos, la llamaba desde el teatro y ella me interrogaba: dónde se habían reído y dónde no, o si tal réplica había surtido su efecto. Y si me habían aplaudido a mí, al autor. La buena de María, la insegura, la indómita.


Desde el mismo Londres me avisaron con un cable de la emisión del programa. Probablemente alguien poco informado quiso tener un detalle con este remoto escritor en España: «Placer comunicarle esposa Martínez Sierra disertará hoy nuestro programa 18.00 Teatro Clásico Teatro Moderno». El actorcito me ha mirado con extrañeza cuando le he dicho que quiero escucharlo. Cree conocerme ya, cree que sabe lo que me conviene y lo que no. Presume de cuidarme, de mimarme. Pero este viejo no tenía hoy humor para sufrir sus impertinencias. Hoy no necesitaba yo de su apostura, ni de sus opiniones sobre cualquier asunto. Le di dinero para que saliera a dar una vuelta. Quería estar solo. Escucharla, enfadarme, añorar quizás. Sin testigos, sin reproches ni explicaciones. 


María Lejárraga, artífice de las obras de su esposo
Gregorio Martínez Sierra, repasando con él
un libreto, como si nada. 
María ha hablado de teatro. El speaker la ha presentado como la esposa del recordado escritor Gregorio Martínez Sierra. Como si yo estuviera ya muerto. Y he notado cómo ella sonreía, y apenas decía un cumplido sobre mis obras, sobre nuestras obras en realidad, ni siquiera aclarando del todo que yo sigo vivo, ya no exiliado como ella, ahora que me han permitido volver a España.


Su voz me ha recordado aquel entusiasmo audaz de los principios. Cuando yo estaba encandilado por aquella maestrita sabia. Cuando yo la sentaba a escribir y asistía al milagro, como un tullido contempla la perfección armónica de un atleta. Yo la amaba. Y la fui moldeando como un moderno Pigmalión. Ella era Cyrano para mi sequía de palabras. La hice hablar, y le di un nombre. Como esos maridos que sacan del arroyo a una cualquiera, y se avienen a los chismorreos por regalar un nombre respetable. Yo adopté sus palabras, les di mi apellido. Sin mí sus obras hubieran crecido sin padre. Yo consentí en ser el seudónimo que ella necesitaba para poder expresarse, para no ser la mujer resabiada, el autor con faldas, la autora con bigote. Sin mí, hubiera sido esa caricatura que llaman mujer libre. Otra Pardo Bazán, dando el escándalo ante las puertas cerradas de la Academia, qué vulgaridad.

Le han preguntado por las actrices de su época. Por ignorancia o mala intención, no sé, le han mencionado a Catalina. Mi querida Catalina que no tenía su clase, no, ni su templanza. Y entonces he tenido miedo. Claro es que María supo en aquel tiempo ser civilizada, comportarse como una esposa moderna. Pero ahora temo a los estragos del tiempo, al posible rencor cocido a fuego lento. María ha esquivado la cuestión para hablar de mi obra. Y la angustia se me ha hecho insoportable. Ahora me doy cuenta de qué frágil es la gloria. Cómo he podido entregarme así a sus manos. Una palabra suya y mi carrera estaría tirada por el suelo. Conozco sus silencios, y María ha hecho un largo silencio antes de responder, y de hablar de sus colaboraciones conmigo. Colaboraciones. Eso es colocarme a un paso del abismo. De colaboración se pasa fácilmente a autoría. Solo hace falta que olvide la gratitud que me debe. A mí, que le di un nombre. Ella era Gregorio Martínez Sierra cuando escribía, María Martínez Sierra, ni siquiera Lejárraga, los días en que me acompañaba al teatro y se quedaba a mi lado sonriente mientras yo saludaba por los dos.


No he podido con la angustia. He apagado el aparato sin esperar al final. Como un marido celoso la he escuchado coquetear, a ella, ya tan mayor, con la literatura y la independencia. Con el desastre en que puede sumir mi obra, nuestra obra, hablando de más. No sé si sabe que estoy enfermo. Incluso han rumoreado ya mi muerte. Qué será de las obras inacabadas de Gregorio Martínez Sierra cuando yo me muera. Le prometí a Catalina que los beneficios de las obras que llevan mi apellido serían para su hija. Para esa hija ilegítima, los derechos legítimos de las obras escritas bajo mi nombre. A María ya le concedí que la gente la considerara a mi altura, y no debo dejar mi obra a su capricho. He sido un marido generoso. Mi nombre me pertenece y morirá conmigo. Pobre María mía. Aún no sabe que el nombre al que todavía se aferran sus escritos va a morir muy pronto, y que mi muerte la arrastrará de nuevo al silencio.

Publicado en Yo, que tantos hombres he sido (Maclein y Parker, 2020)

viernes, 8 de marzo de 2019

In memoriam


Hoy comiendo me han preguntado qué tal por el cole. Yo les he contado lo que hemos hablado en clase: que existía un techo de cristal, y claro, se chocaban con él y se hacían una brecha en el salario. Y eso horrible de la violencia muchista. Entonces se han mirado y se han echado a reír. Me han dicho que tengo que conocer la historia para que no se repita más. Luego han estado viendo viejos reportajes en los implantes de sus retinas. He notado que me miraban de cuando en cuando con alivio, pero también un poquito tristes.
Foto: Ángeles Lucas. Tarapoto, Perú. https://flic.kr/s/aHsjECCCXf

lunes, 4 de marzo de 2019

Avaricia

Esas alas de plástico servían para volar. Aquellas otras, de oro macizo, jamás levantarían el vuelo. Cuando el genio les concedió llevarse un objeto, ni el príncipe ni el mendigo dudaron. El primero había leído todos los cuentos, bellamente encuadernados, en su biblioteca. Escogió las alas de plástico, porque no iba a caer en la trampa de mostrar avaricia. El mendigo, que no había tenido más escuela que la calle, se quedó con las de oro.


Con lo que sacó por las alas, el mendigo le construyó un palacio a su madre. Desde allí podía escucharse cada tarde el moscardoneo del príncipe, sobrevolándolo una y otra vez.

viernes, 1 de marzo de 2019

Échale la culpa a Mame

Johnny y Gilda, años después, abrieron un restaurante en España. Ella se ocupa de la cocina, él de las mesas. El hilo musical solo ofrece reguetón, por expreso deseo de Johnny. Pero en una mesa acaba de sonar un móvil. El cliente, un nostálgico, tiene como tono de llamada “Put the blame on Mame”. Desde la cocina, movida por los resortes del recuerdo, Gilda se remanga los guantes de fregar y libera la cascada pelirroja de la redecilla del pelo. Johnny, que ha aprendido a controlarse, le pide amablemente el móvil al cliente y, sonriendo, lo sumerge en la pecera. 


El mejor de los mundos posibles

 (Relato finalista en el X Concurso de Relatos Marbella Activa) El sujeto que nos ocupa, llamémosle X, tiene ante sí el mar, después de un c...