viernes, 7 de agosto de 2020

Prejuicios

Mi padres, cualquiera sabe por qué, tienen aversión a los viajes. A todos los viajes, no es cosa de este año por la pandemia. Creo que mi madre sería incapaz de apartarse más de un día de su telar. A mi padre nunca le he visto moverse de su sillón, donde se dedica a leer libros de aventuras y a soñar despierto, con tapones en los oídos para que mi música no le moleste. 

Por más que intentaron disimularlo, noté cómo se les cambió la cara cuando aparecí con el folleto que aseguraba que este era el más seguro y formativo de los viajes de estudios. Luego, resignados ante mi insistencia, me impusieron algunas condiciones, además, claro, de las distancias, el lavado de manos y las mascarillas. Debía viajar siempre por tierra, esquivando el contacto con cualquier isla y con cualquier mujer que practicara la hechicería. Contrataron un seguro millonario, y tuve que prometerles que estaría siempre localizable. 

Y ahora están ahí, al otro lado de la ventanilla, con esa sonrisa triste. No veo el momento de que el tren arranque de una vez. Mi madre me ha puesto en las manos una manta que ella misma ha tejido, insiste en que me abrigue y no deja de mirarme entre cariñosa e inquisitiva. Mi padre, por su parte, me ha entregado con la solemnidad de una herencia su propio arco, que dudo que haya usado alguna vez, arrumbado como estaba en el desván. Ahora tendré que llevarlo encima todo el viaje, como una condena. En cuanto el tren arranque y acabe esta lluvia de lágrimas y consejos, podré encaminarme al fin al vagón restaurante, donde me espera mi amada Circe, y empezaremos la aventura que llevamos preparando tanto tiempo. 

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