Mira que ya sabías lo que iba a pasar. Pero tú nada, que no es problema, mujer, yo te llevo a casa. Como si no nos conociéramos ya. Ella te gustaba, confiésalo, te gustaba a rabiar. Sí, a mí también, pero yo no soy como tú, no me cambies de tema. Usaste todos los trucos de tu repertorio. Los suspiros antes de separaros, el fingirte cansado y con frío allí en su puerta, dejarle que te ofreciera una taza de té para entrar en calor. Y arriba, más. Le apartaste suavemente el pelo de la cara, alabaste la decoración oriental, le dijiste que aquella exquisitez solo estaba al alcance de determinadas personas. Incluso le ponderaste la catana colgada en la pared, y le pediste que te la enseñara. Que sepas que es la última vez que limpio yo la sangre. No me vengas ahora con la excusa del efecto de la pócima para desaparecer y dejarme con el marrón. A la próxima me entrego y te entrego conmigo, que ya me tienes un poquito harto, señor Hyde.
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