viernes, 5 de julio de 2019

El tipo de la gabardina (un relato de detectives para el verano)

Disculpad que esta entrada sea algo más larga. Es un relato con el que he resultado uno de los cinco finalistas del concurso Bruma Negra, de narrativa negra, policiaca y de intriga, entre casi 300 presentados. Muy contento, oye.

El tipo de la gabardina


Hacía ya demasiado tiempo que esperaba, y el calor era insoportable. La ropa oscura, los cristales tintados, el sudor en aquel infierno aparcado a pleno sol. En el parabrisas, como un inmenso pedazo de papel albal, el parasol devolvía los rayos que podía y daba el pego de un coche más, inocentemente aparcado. Y yo en el asiento de atrás, sudando y jugando a ser el narrador. Siempre que espero tanto me sorprendo narrando en pasado, para entretenerme, para hacer el operativo digno de una novela. Quizás para recordar por qué me hice detective. Creo que la culpa la tuvo Philip Marlowe, pero yo no tengo sombrero, ni nunca he logrado beber tanto, ni soy el tipo duro al que se le insinúan mujeres rubias y fatales de pelo ondulado. Tampoco se me ocurren réplicas ingeniosas, ni me visitan en el despacho tipos peligrosos. Y mi despacho parece el de un asesor fiscal. Cuánto daño han hecho el aluminio y el pladur a la estética del oficio. Así que combato el tedio, la enorme rutina sin tiros ni persecuciones con este narrador con que me cuento, que me distrae y viste de literatura mis ratos de vigilancia. Ya quisiera yo que me pasaran cosas interesantes, y peligrosas, jugarme la vida, volver a casa como un héroe, con una herida de bala en el hombro, no es nada, ha sido solo un rasguño y mi mujer pasándome un pañito mojado en no se sabe qué, whisky seguramente, y la bala sonando mucho al caer en una bandejita metálica y la mueca de dolor y su vendaje ancho, resaltando unos músculos que yo no creía tener, y besándome, y la recompensa del sexo para el guerrero. No encontrarme, en cambio su sonrisa irónica, despectiva, contándome las horas sin horario, el tiempo perdido, se puede saber qué has estado haciendo tantas horas, y yo que solo siguiendo, solo esperando, las horas interminables.

Aquella tarde de verano adelantado –y con aquella quiero decir esta misma, que no conozco ninguna buena novela de detectives escrita en presente– me encontraba vigilando a la mujer de mi cliente. Me da rabia comenzar así mi relato porque parece que le dé la razón a los que siempre que se enteran de mi profesión me preguntan si me ocupo mucho de casos de cuernos. Y no, ni mucho ni poco: este era el primero. Acababa de terminar el asunto del chico: por fin le había podido mostrar a sus padres, perfectamente documentado, qué coño hacía el muchacho cuando debía estar en clase, y tenía montado en cambio aquel pequeño imperio de menudeo de pastillas, él solo, tan precoz para los negocios, todo un breaking bad de quimicefa. Por no meterme ahora a relatar las minúsculas anécdotas de los asuntos de empresa que son el grueso de mi día día: las investigaciones de collarines, muletas, escayolas de quita y pon y enternecedora picaresca laboral.

El hombre había entrado en mi despacho (ahora sí, ahora el pasado es pasado) con cara de quien se acerca al confesor. Los rodeos, el ruego de discreción, su rebullirse en el asiento me hicieron saber antes de que pronunciase el consabido “mi mujer” de qué estábamos hablando. Me había traído un dosier completo, de lo que él imaginaba que yo necesitaría. Casi un book completo de la mujer, en poses que, francamente, yo no necesitaba ver. Una real hembra, diría mi querido colega Marlowe. Divertidamente rubia, divertidamente de pelo ondulado, divertidamente 90-60-90. La vida me ofrecía aquel primer trabajo de cuernos como un buen chiste. Y me ponía delante, además, al hombre de negocios, siempre de viaje, siempre fuera. Pero nada exitoso, nada seguro de sí mismo, nada prepotente. Un pobre hombre de negocios, que parecía llevar como una losa el asunto, una carga más esa sospecha junto a la cuota de autónomos y el IVA. Le pedí los datos verdaderamente necesarios, que no venían en su dosier fotográfico. Sus costumbres, sus perfiles en las redes. Algunos datos personales. Y ahora, paciencia, al menos iba a salir de dudas. Me sentía como un médico de UCI que quiere ser profesional, no dar ni quitar esperanzas, pero no prometer mejorías que no ocurrirán nunca. Y al meterme en el facebook e investigarla, de pronto, algo que me suena en ella. No, no puede ser. Bajo el tinte rubio, bajo la segura operación de pecho, asomaba aquella compañera de instituto con la que yo fantaseaba. Ese ligue que nunca fue. La chica a la que solo me atreví a pedirle los apuntes, una tarde, y los conservé en mi carpeta como un fetiche todo el tiempo que pude. Cómo me habría ido con ella. Cómo sería mi vida ahora si hubiera tenido el valor de sacarle una cita para tomar café y comentarle nosequé de los apuntes. 

Pero volvamos al presente, al ahora de mi narración. A esto en las novelas de detectives le llaman flashback, y a mí me ha servido para pasar una hora más de espera. Días después de la visita del pobre hombre de negocios, o sea, ahora, me encontraba aparcado frente a la casa. Los sudores. Un compañero me enseñó el truco de la nevera de los chinos agujereada por dos lados, llena de hielo. Y el minúsculo ventiladorcito aplicado a uno de los boquetes. Así podía bajar algo la temperatura del coche sin delatarme, sin encender el motor. Pero el hielo se derretía rápido, y yo con él. Bebía agua, consumía azúcar en forma de chuches, y todo yo era una masa pringosa y sudorosa, una masa que vigila durante horas una casa ajena. Y mientras mi mujer insistía en el móvil. 

–No, mujer, no hay novedad, aquí sigo. Esto es así, ya lo sabes. No hay forma de tener horarios. No puedo seguir hablando, perdona.

Ya lo sabes. Pero mi mujer no lo quería saber. Iba dejando caer tiritos. Tú verás. Mira qué casualidad. Y esas cosas. Ella sola con los gemelos. Ella abnegada y sufriente. Ella con su trabajo de nueve a tres, luego la casa. Y yo con mis jueguecitos de detective, no un trabajo de verdad, como el suyo. Por qué no sería yo un detective solitario y un punto alcóholico y canalla. Por qué tendría yo niños, y extraescolares a las que llevarlos, y una mujer experta en reproches y malas caras. Por qué no tendría yo reales hembras que sacudirme como moscones, por qué no fumaría, y tiraría las colillas a distancia, con gesto contrariado, haciendo catapulta con dos dedos, antes de calarme la gabardina, y el sombrero y cruzar la calle asegurándome de tener dispuesta la pistola. Por qué ni Bogart ni Marlowe, sino un licenciado en criminología que probablemente nunca se las verá con un crimen. Y por qué una mujer que me desprecia, que ni siquiera tiene celos, porque no me cree capaz de ligarme una rubia de pelo ondulado en un bar de mala muerte, Sam, ponme lo de siempre, y otro de lo mismo a esa rubia. Pero no llego al primer sorbo, me lo impiden las risas de fondo, que vienen de la mujer que acaba de entrar empujando dos niños iguales vestidos para kárate. Por qué mi mujer se ha metido de pronto aquí en mi cabeza narradora, que sueña despierta, por qué mi mujer se ríe de mí ahora aquí dentro, mientras los niños entrenan golpes de kárate encaramados a la barra, y ella se carcajea, si tú no puedes ni conmigo.

El tiempo seguía pasando, mientras yo desvariaba, me lamentaba y me derretía poco a poco. Cómo deseaba saber dónde andaba la rubia ahora mismo y qué hacía. Saber algo más que lo poco que divisaba desde mi ridícula atalaya recalentada, con vistas a una calle semidesierta. a una casa ahora vacía. Ver algo más que señores paseando a perros. Que madres de la mano de niños camino del parque prometido cuando se pasara la hora de la siesta. Ser capaz de acabar el asunto como en aquellas novelas, con un hábil giro narrativo, que pudiese decir “lo que nuestro protagonista no sabía es que al otro lado de la ciudad…” y complicar a la mafia, y escapar finalmente con la chica, que le llevaría, sí, a la perdición. Pero una perdición tan divertida.

Y de pronto, apareció. La mujer volvía a casa. Con su pelo ondulado y sus medidas, la rubia fatal de mi cliente. Y acompañada. Ella con un traje rojo, de raja generosa, medias de rejilla incluso. Él, lo crean o no, con gabardina. De verdad, con gabardina, con la que estaba cayendo esa tarde de casi verano. Les hice fotos, claro. Y el vídeo grabando mientras. Documenté la hora. Desaparecieron dentro de la casa. Revisé las fotos, ya no la luz roja de las pelis bañando las copias de las fotos en líquido fijador, las pinzas de la ropa para sujetarlas y el ajá profesional y cínico. Ahora, en cambio, bastaba con la pantallita de la cámara, con el brillo al mínimo, por precaución. Por más que ampliaba no le veía la cara al tipo. Puedo emplear tipo porque llevaba gabardina, y alguien con gabardina es siempre un tipo. Y lo de la raja interminable, y el vestido rojo, y hasta las medias de rejilla, no faltaba ni un detalle. Pero qué broma era esta. Quién hace un baile de disfraces una tarde de junio. Y la complicidad evidente, la mano de él sobre los hombros de ella. Protector, masculino, un anuncio de colonia.

Seguí esperando. Una persiana se bajó en lo que yo tenía identificado como dormitorio. Correr de visillos y cortinas. Que no tarden, Dios mío, una cosilla rápida antes de que yo me cueza en mi propio jugo. Vamos al grano muchachos, dejad los preliminares por Dios, que no es momento. Y no, no iba a ponerme yo ahora a fantasear con esa rubia que tal vez pudo ser mía. Solo quería que acabaran pronto.

Mi mujer insistía. Ahora por whatsapp. Que a qué hora iba a dignarme. A dignarme. Y vuelta a lo mismo. Recuento de lo que ella había tenido que hacer aquella tarde. Y yo no. El detalle minucioso de las tareas que le debía, de mi ausencia escandalosa, de mi falta de compromiso. Y la culpa, antes tan eficaz para sentirme unido, en deuda, que se me iba disolviendo como un pegamento reseco, ya gastado, inútil.

La espera. La espera. Más espera. Pasó un perro tirando de una señora. Se meó en la rueda de mi coche, dónde si no. Ladró un rato, probablemente a mí. El coche de delante se fue. Cinco minutos después, el enorme monovolumen que quería meterse por narices en el hueco. Y yo teniendo que aguantar un par de toques, y no salir a cagarme en todo, seguro que tenía una bolita de esas de remolque, que me ha dejado señalada la matrícula. La espera. No hay tiros, ni épica. Solo la espera en jugo de sudor y chuches.

Habían pasado ya tres horas. Una tras otra, en fila. Pero por fin salió el tipo de mi rubia. La despedida en la puerta, ya inequívoca y fotografiada. Y ahora que salía podría hacerle al fin fotos de frente. Llevaba la gabardina en la mano. Me alegré de encontrar al menos un poco de coherencia climatológica. Encendió un cigarrillo en la misma puerta. Gracias, así podía sacarle mejores fotos, ahora que empezaba a anochecer tímidamente. Cruzó la calle. Comprobé aterrado que se acercaba demasiado, como si supiera algo. Me agaché aún más. Menos mal que yo estaba en el asiento de atrás. Menos mal la ropa oscura, mis precauciones. Solo tenía que esperar a que pasara de largo. Pero no lo hizo. Sentí cómo sacaba las llaves. Cómo abrió la puerta del coche y se sentó, tan natural, en el asiento del conductor. Quitó el parasol, puso en marcha el coche y ¡al fin! el aire acondicionado. Encendió la radio y cantó casi a gritos la canción de moda, conduciendo despreocupadamente. Y yo, agazapado detrás, camino de mi propia casa, aún pude apurar lo que me quedaba de narración agrandando en el visor de la cámara la foto del cigarrillo, para descubrir mi propio rostro iluminado por el mechero. Pensé entonces qué le iba a decir al cliente. Y cómo explicárselo todo a mi mujer.

6 comentarios:

  1. Jopeee, qué buen relato. Enhorabuena y felicidades.
    Besicos muchos.

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    1. Más besicos, Nani. Y gracias por la generosidad con que siempre me lees.

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  2. ¡Qué bueno, Tomás! Bien merecido está que lo hayan seleccionado como finalista. ¡Enhorabuena! Besos.

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    1. ¡Gracias, Marisol! Da gusto compartir estas alegrías con los amigos. Un abrazo

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  3. Me ha encantado. El humor, la ambientación, el poso amargo, el final sorprendente. Y me ha parecido muy original.

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    1. ¡Gracias, Elisa! Sabes lo que supone para mí tu continuo aliento.

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