domingo, 10 de marzo de 2019

La voz prestada

Hoy he vuelto a escuchar la voz de María, mi esposa. Me ha llegado cruzando el mar, desde el aparato de radio del comedor, como desde el fondo de un sueño. Qué curiosa la memoria de las voces. Era como cuando hablábamos por teléfono, cuando estrenábamos obra y ella prefería a veces quedarse en casa, inquieta e insegura. Yo, tras la barahúnda de flores, de aplausos y de abrazos, la llamaba desde el teatro y ella me interrogaba: dónde se habían reído y dónde no, o si tal réplica había surtido su efecto. Y si me habían aplaudido a mí, al autor. La buena de María, la insegura, la indómita.


Desde el mismo Londres me avisaron con un cable de la emisión del programa. Probablemente alguien poco informado quiso tener un detalle con este remoto escritor en España: «Placer comunicarle esposa Martínez Sierra disertará hoy nuestro programa 18.00 Teatro Clásico Teatro Moderno». El actorcito me ha mirado con extrañeza cuando le he dicho que quiero escucharlo. Cree conocerme ya, cree que sabe lo que me conviene y lo que no. Presume de cuidarme, de mimarme. Pero este viejo no tenía hoy humor para sufrir sus impertinencias. Hoy no necesitaba yo de su apostura, ni de sus opiniones sobre cualquier asunto. Le di dinero para que saliera a dar una vuelta. Quería estar solo. Escucharla, enfadarme, añorar quizás. Sin testigos, sin reproches ni explicaciones. 


María Lejárraga, artífice de las obras de su esposo
Gregorio Martínez Sierra, repasando con él
un libreto, como si nada. 
María ha hablado de teatro. El speaker la ha presentado como la esposa del recordado escritor Gregorio Martínez Sierra. Como si yo estuviera ya muerto. Y he notado cómo ella sonreía, y apenas decía un cumplido sobre mis obras, sobre nuestras obras en realidad, ni siquiera aclarando del todo que yo sigo vivo, ya no exiliado como ella, ahora que me han permitido volver a España.


Su voz me ha recordado aquel entusiasmo audaz de los principios. Cuando yo estaba encandilado por aquella maestrita sabia. Cuando yo la sentaba a escribir y asistía al milagro, como un tullido contempla la perfección armónica de un atleta. Yo la amaba. Y la fui moldeando como un moderno Pigmalión. Ella era Cyrano para mi sequía de palabras. La hice hablar, y le di un nombre. Como esos maridos que sacan del arroyo a una cualquiera, y se avienen a los chismorreos por regalar un nombre respetable. Yo adopté sus palabras, les di mi apellido. Sin mí sus obras hubieran crecido sin padre. Yo consentí en ser el seudónimo que ella necesitaba para poder expresarse, para no ser la mujer resabiada, el autor con faldas, la autora con bigote. Sin mí, hubiera sido esa caricatura que llaman mujer libre. Otra Pardo Bazán, dando el escándalo ante las puertas cerradas de la Academia, qué vulgaridad.

Le han preguntado por las actrices de su época. Por ignorancia o mala intención, no sé, le han mencionado a Catalina. Mi querida Catalina que no tenía su clase, no, ni su templanza. Y entonces he tenido miedo. Claro es que María supo en aquel tiempo ser civilizada, comportarse como una esposa moderna. Pero ahora temo a los estragos del tiempo, al posible rencor cocido a fuego lento. María ha esquivado la cuestión para hablar de mi obra. Y la angustia se me ha hecho insoportable. Ahora me doy cuenta de qué frágil es la gloria. Cómo he podido entregarme así a sus manos. Una palabra suya y mi carrera estaría tirada por el suelo. Conozco sus silencios, y María ha hecho un largo silencio antes de responder, y de hablar de sus colaboraciones conmigo. Colaboraciones. Eso es colocarme a un paso del abismo. De colaboración se pasa fácilmente a autoría. Solo hace falta que olvide la gratitud que me debe. A mí, que le di un nombre. Ella era Gregorio Martínez Sierra cuando escribía, María Martínez Sierra, ni siquiera Lejárraga, los días en que me acompañaba al teatro y se quedaba a mi lado sonriente mientras yo saludaba por los dos.


No he podido con la angustia. He apagado el aparato sin esperar al final. Como un marido celoso la he escuchado coquetear, a ella, ya tan mayor, con la literatura y la independencia. Con el desastre en que puede sumir mi obra, nuestra obra, hablando de más. No sé si sabe que estoy enfermo. Incluso han rumoreado ya mi muerte. Qué será de las obras inacabadas de Gregorio Martínez Sierra cuando yo me muera. Le prometí a Catalina que los beneficios de las obras que llevan mi apellido serían para su hija. Para esa hija ilegítima, los derechos legítimos de las obras escritas bajo mi nombre. A María ya le concedí que la gente la considerara a mi altura, y no debo dejar mi obra a su capricho. He sido un marido generoso. Mi nombre me pertenece y morirá conmigo. Pobre María mía. Aún no sabe que el nombre al que todavía se aferran sus escritos va a morir muy pronto, y que mi muerte la arrastrará de nuevo al silencio.

Publicado en Yo, que tantos hombres he sido (Maclein y Parker, 2020)

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