miércoles, 27 de enero de 2021

La niña que yo quiero

¡Y la niña que yo quiero,

ay, preferirá casarse

con un mocito barbero!

Antonio Machado




No había amanecido y ya estaba Damián aporreando la puerta del corralón. Venía con un carro tirado por el mulo más viejo y con más mataduras que pudo encontrar. Sobre él ha improvisado un palio con mantas apestosas. Guárdalo en tu casa, me dice, que cae más cerca de la iglesia. Porque a la salida llevaremos en él a los novios, de grado o de fuerza. Ahora me arrastra camino de la pensión, para montarle la escandalera al novio cuando salga para la iglesia.


Yo pienso en don Antonio, en su calma de viejo prematuro, y me pregunto cómo llevará la cencerrada. Aquí todavía se recuerda la que le hicimos a la viuda de Arcenegui, cuando cuando volvió a casarse, apenas tres años después de lo de su marido.


Ayer don Antonio tenía un brillo en los ojos que nunca le habíamos visto. Me caso mañana, dijo. Y siguió con su lección de francés. Algo menos melancólico y desganado que de costumbre. Dicen que es poeta. Pero no me lo imagino yo escribiendo de amores con ese aire de empleado de correos y telégrafos. Le he oído decir al boticario de la plaza que está preparando un librito sobre nuestro campo de Soria. Nosotros lo vemos salir al campo con su bastón para conocer las tierras y los campesinos, como si fuéramos salvajes y él un explorador inglés. 


Al terminar la primaria, Damián se metió de aprendiz de barbero, y ahora exhibe su oficio como si fuera catedrático. Mis tías, en cambio, se empeñaron en que yo fuera al instituto. Dice don Antonio en sus clases que tenemos que dejar que la luz del pensamiento entre en nuestras mentes, que limpie el polvo y nos sacuda la superstición y la barbarie. Que hay más mundo aparte de las bestias, de rezar para que llueva o maldecir cuando graniza. Que debemos sobreponernos a esta tierra agostada y fría, volver a soñar. Y que para eso tenemos que dejar de ser masa, convertirnos en individuos pensantes, desconfiando incluso de nosotros mismos. Hasta que lo interrumpe otra de las hazañas de Gálvez, que ha unido dos moscas con un hilito, y todos nos reímos al ver cómo se chocan y se separan, y luego intentan ponerse de acuerdo para volar juntas. Don Antonio mira aquel prodigio con cara de no entender nada, y luego ni siquiera es capaz de castigarlo. Nos habla, en cambio, de la crueldad con los débiles, como si esas moscas fueran algo más que dos bichos.


Por el camino, Damián sigue a vueltas con su Leonorcita. Que es apenas una niña, hombre, por Dios, pero es su niña. Porque una cosa, dice, son los cinco años que él le lleva y otra muy distinta los veinte que median entre ella y ese don Antonio, que se dice poeta y es casi un viejo. 


Yo recuerdo cuando jugábamos todos en el río, rapaces en pantalones cortos todavía. Ella nos acompañaba. Damián era el capitán, con su espada de madera. Una vez, entrando en batalla, ella tropezó con una raíz y cayó al suelo. Damián corrió a rescatarla, dejándome a mí al mando de sus huestes. Puntitos de sangre roja habían estallado en la blancura intacta de su rodilla. Las cigarras atronaban la ribera. Él la consoló, le anudó su pañuelo blanco, y dijo que la cuidaría siempre, que se haría esposos. Ella se rio mucho, con esa risa suya que sonaba como el río, y le contestó que tendría que esperar a que ella creciera. Damián insiste en que eso fue darle su palabra, y que las palabras se dan para cumplirlas. 



Luego, nuestros cuerpos empezaron a crecer, sin avisar y por partes, según le fue pareciendo a cada pedazo. Los brazos enormes y descompensados. La voz extraña. Ya no éramos niños, y no bajábamos al río con nuestras tropas, ni defendíamos Numancia como héroes. Nos sentábamos en la plaza, aprendíamos a fumar y charlábamos. Damián hablaba siempre de sus proyectos de boda: escamoteaba en su casa las propinas de la barbería y las guardaba en una alcancía en un hueco de la pared, ahorrando para el día en que Leonorcita creciera y se casaran.


Al fin, el mes pasado, Leonor cumplió los quince. Ya era una mocita en edad de merecer, así que Damián fue a visitarla metido en un traje que fue de mi padre, que en gloria esté, y que ni él ni yo llenamos todavía. Hasta le llevó las flores que había recogido de la orilla del río, del mismo sitio donde le curó sus heridas de guerra y grabó luego sus nombres en un chopo.  Pero al llegar a su casa, la familia estaba de celebración con don Antonio, tomando chocolate. Le invitaron. Damián resopla de ira y de vergüenza al recordarlo. Ellos mencionaron la fecha de hoy, la fecha de la boda entre don Antonio Machado y Leonorcita, ahora doña Leonor Izquierdo. Y a Damián se le vino encima todo el ridículo de su traje prestado y las florecillas. Esbozó una sonrisa, dio algo parecido a unos parabienes, y salió corriendo. Todavía alcanzó a oír su despedida cantarina, y cómo contaba entre risas que de niños los dos jugaban a ser novios. Jugaban, dijo.


Cuando llegamos a la pensión, una nube de chavales armados con sus cencerros se arremolina en la puerta. Me viene a la cabeza lo del individuo y la masa. ¿Será aquella la masa no pensante? Estallan los gritos y el laterío cuando don Antonio sale, mirándolo todo desde el otro lado de sus gafas. Sonríe un poco, como burlándose él también de sí mismo, y me parece que nos dedica una mirada indulgente y tristona. Luego respira hondo y avanza lentamente calle abajo hacia la iglesia, mientras se sacude la ceniza del último cigarrillo de las solapas de su traje nuevo.


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